Verdugo, alma en pena. La Colonia.


Seguimos con estos escritos de La Colonia, que además de interesantes nos dejan un poco más de conocimiento de aquellos años. Va otra historia de antaño...

VERDUGO, ALMA EN PENA

En el año del Señor de 1708, arribó a Concepción un elegante gentilhombre procedente de Francia, monsieur Briand de la Morandais, rico comerciante y armador de San Malo.

El joven venía bajo los auspicios y franquicias concedidas a sus compatriotas por Felipe V, Rey de España, pero francés de nacimiento. Fue numeroso el grupo de galos de noble ascendencia que viajó a Chile, cuya importancia en nuestra historia justifica el recuerdo de algunos de sus nombres.
Los de Dunose, que dieron origen al pueblo "lo de Nos". Los de Caux, que más tarde se transformaron en Coo, y otros como los de Letelier y los de Pradel, cuyos apellidos no sufrieron deformación.



El señor de la Morandais vendió su mercadería en. muy buen precio. De acuerdo al uso de la época, le pagaron las sedas, los tisúes y las lamas de plata para las casullas de los frailes y para los faldellines de las damas, con polvo de oro ensacado en talegas de cuero de chivato. De ahí el nombre chileno de "chivateado", por el pago al contado.

En pocos días, su regia estampa de noble francés, sus finos modales cortesanos y la riqueza de su cargamento, le convirtieron en el soltero más codiciado de Concepción. Prácticamente, le despojaron de los riquísimos géneros de hilo de Holanda, de ios encajes y blondas de Flandes y de los demás tesoros que traía; pero el astuto joven, entre sonrisas distinguidas y besamanos, haciéndose eco de que "en el pedir, no hay engaño", les sacó un precio que las señoras oidoras y las otras de la alta oficialidad le pagaron ansiosas entre suspiros y miradas llenas de coquetería e intención.

Su llegada al puerto, con una nave llena de mercaderías altamente codiciadas por las matronas penquistas y sus hijas casaderas, fue todo un acontecimiento.

En fin, puede decirse que el gentilhombre multiplicó varias veces su capital, y comenzó a recibir tantas atenciones de la alta sociedad penquista, que decidió quedarse para siempre en esa tierra tan hospitalaria.

Una tras otra, se sucedieron las invitaciones a las mejores casas, y las encopetadas señoras le atendían con el refinamiento que permitía la pobreza de Chile.

"Mazurka 1 Dúo", de Manuel Ramos. Interpretan: Jorge Rojas-Zegers, Guillermo Ibarra y Juan Mouras, del cd. La Guitarra en las tertulias chilenas del 900.


—¡Señor de la Morandais, servios estas roscas de agua, o probad aquellos alfajores, que fueron hechos por las delicadas manos de Carmencita! "¡Esta joven es tan buena dueña de casa!" —eran los elogios que el francés escuchaba a cada rato.

Las madres se esmeraban en pregonar las habilidades de sus hijas, que bajaban la mirada pudorosas, llenas de rubor. ¿Cómo cazar a este noble y rico joven y evitar que la niña fuera a contraer matrimonio con un muerto de hambre?

Pero el señor de la Morandais no se dejaba impresionar y recorrió todos los estrados de las elegantes casonas de la sureña capital del reino. Así, conoció a cada doncella en estado de merecer, gordas, flacas, esbeltas, altas, chicas; hermosas, rubias y morenas; pero ninguna conmovió su corazón.
Medio año pasó en los salones, escuchando las melodías que las niñas interpretaban en las antiguas guitarras de cinco cuerdas, y en las más nuevas, acabadas de aparecer, que traían seis.

Sin embargo, existía una casa adonde jamás había sido invitado, la del Tesorero Real de Concepción, el señor de Caxigal, noble y caballero cruzado. El vejete era más tieso que una estaca y llevaba el copete tan alto como lo permitía su espalda. De carácter duro y atrabiliario, consciente de su alta cuna, consideraba los afanes sociales de los demás como cosa de plebeyos. Su única hija, cuidada como flor de invernadero, sólo abandonaba la casa para asistir a la misa dominical acompañada de una vieja chaperona. Algo más atrás, caminaba, muy digno y erguido, con el ojo vigilante, el altivo tesorero.

La costumbre de aquel tiempo exigía que las damas ocuparan una nave lateral del templo, y se sentaran sobre el suelo, en la esterilla que portaba la criada. Los caballeros, de pie, "veían" la misa en la nave del otro costado.

El mozo francés acudía de ordinario a los oficios, y entre rezo y latinazgo, daba miradas al acopio de jóvenes y matronas que lucían sus mejores galas. Pero desde el punto en que se situaba todos los domingos veía siempre las mismas caras, eternamente a las mismas doncellas cuyas madres tanto elogiaban en su presencia.


En cierta festividad religiosa, a la que llegó con algún retardo, hubo de instalarse cerca de la pila de agua bendita, en la parte trasera del templo. Como de costumbre, mientras el predicador de moda lanzaba terribles denuestos contra los pecadores y les amenazaba con las penas del infierno, el joven comenzó a observar la concurrencia femenina.

De pronto, sus ojos se detuvieron y quedó helado. Había visto a la moza más bella del mundo, una morena de rasgos finísimos y largo cabello. Clavó en ella su mirada, y debe haber sido tan penetrante la fuerza de su pensamiento, que ella le miró con unos ojos negros, grandes y rasgados, que le dejaron perdidamente enamorado.

A partir de ese día, Briand de ia Morandais no conoció la calma. Buscó cuanta excusa discurren los enamorados para encontrar a la niña que le traía trastornado. Asistía puntualmente a la misa de los domingos, y desde su lugar lanzaba ardientes miradas a la joven que, bajo el velo que cubría su frente, le respondía con ojos expresivos. Así se fue entablando un diálogo mudo entre ambos, y el francés comprendió que era correspondido. A medida que transcurrió el tiempo, el amor creció con la ternura de las cosas ocultas, y mientras la niña languidecía de pasión en la casa paterna, él se desesperaba por oír su voz y confesarle sus sentimientos.

Pero llegó el momento en que no pudo contenerse más, y como buen europeo, hombre de mundo al fin, decidió tomar el toro por las astas y hablar con el terrífico progenitor. Vestido con sus galas más elegantes, caminó con paso decidido a la casa del señor de Caxigal, que se alzaba, tan erguida como su dueño, en la Plaza de Armas de la ciudad.

der_kaufmann_georg_gisze.jpgZarandeó con entereza el pesado aldabón de la puerta señorial. A los pocos minutos, abrió un criado de negra librea.

—¡Decid a vuestro señor de Caxigal, que monsieur de la Morandais desea hablarle! —exclamó con voz autoritaria.
—¡Pasad, amo! —respondió el mulatillo, evidentemente impresionado por el aire arrogante de la inesperada visita.

Mientras el esclavo se dirigía presuroso a las habitaciones privadas de su amo, el francés permaneció en el primer patio de la casona, aspirando el perfume delicioso de los naranjos en flor.
Al centro del piso de piedra, había una hermosa noria de tiempos antiguos, ya en desuso, que confería a todo un ambiente de vetustez. El sitio era arrobador, y el mozo comenzó a asociar la belleza del lugar con la joven que lo habitaba. ¡Cuántas tardes habría caminado su amada por aquel empedrado, alcanzando los azahares para acunarlos en sus cabellos!

Pero sus reflexiones se vieron interrumpidas por la voz del negrito:
—¡Señor, dice el amo que paséis!
Haciendo sonar los tacones sobre el embaldosado de greda cocida del corredor, caminó con desplante y fue introducido al salón de la casa, en donde le esperaba el Tesorero Real, de pie, frente al estrado.
—¡Buenas tardes deseo a Vuestra Merced! —saludó cortés el vejete, con voz atiplada.
—¡Buenas sean para su Excelencia! —respondió el francés, con finura.
—Decidme, ¿qué os trae por aquí? —preguntó el anfitrión, ignorante de las intenciones de su visita, a quien conocía de sobra por los comentarios de las autoridades de la ciudad.
—Señor, debo confesaros que mi intención es robaros —contestó Briand, sabiendo que el viejo era conocido por su tacañería. Si los pródigos entrasen al reino de los cielos, el señor de Caxigal tendría amplias y sólidas aposentadurias en el infierna.

al_pacino-en-el_mercader_de_venecia.jpg—¡Robarme a mí! ¡Qué descaro! ¡Esclavos, venid, nos asaltan! —comenzó a gritar, llamando a los sirvientes.
—¡Calma, Excelencia! Efectivamente mis deseos son apoderarme de algo que os pertenece, pero con vuestro permiso.

—Señor, no son formas de entrar a una casa digna para hurtar mis pertenencias. ¿Qué dijisteis? ¿Con mi permiso? ¡Decid, de una vez por todas, de qué se trata! —inquirió con desconfianza.
—¡De la posesión más valiosa que vos tenéis! —aseguró el mozo, con pasión.

—¡No, no me robaréis mis joyas, ni conseguiréis que abra mi bolsa, aventurero! —terminó casi llorando el avaro carcamal.
Estimando que ya estaba suficientemente preparado, el astuto francés le espetó:
— ¡Señor de Caxigal, solemnemente os demando la mano de vuestra hija!
—¡Qué ... mi hija ... pero cómo ... ! ¿os habéis estado viendo? —logró barbotar, atragantado.
—No, señor, jamás he cruzado una palabra con ella. Pero la he visto desde lejos en la iglesia y la amo profundamente —respondió con voz emocionada y sincera.

 —¡Ajó!, conque queréis casaros —masculló el tesorero—, conozco vuestros pergaminos de nobleza; pero, ¿no andaréis detrás de mis maravedíes? —y las palabras salieron de su garganta, mientras pensaba en alta voz.

—¡Señor, no ofendáis a quien con todo respeto os pide ser vuestro hijo! ¡Tengo una bien cimentada fortuna que deseo poner a los pies de mi amada!
—¿Así, ah? ¿Y a cuanto alcanza, más o menos?
—A medio millón de pesos —aseguró Morandais, con displicencia.
—De modo que vuestras intenciones son serias —respondió Caxigal, con acento afectuoso—, pero es menester conocer la opinión de Juanita.

¡Dionisio! —llamó al criado— corre y dile a la señorita que la preciso aquí en el salón.
Al parecer, Juanita había estado escuchando desde la habitación vecina, porque no demoró ni un Jesús en aparecer elegantemente ataviada. Sin mirar a su amado, preguntó:
—¿Llamabais, padre?
—¡Hija, este caballero, el señor de la... la... la ...!
—¡De la Morandais, Excelencia!

— ... de la Morandais, ha venido a solicitar vuestra mano dentro de los cánones del más estricto respeto, y asegura que vos correspondéis a su amor, sin que entre vosotros haya mediado conversación alguna. ¡Decidme! ¿es cierto? ¿Le amáis y consentís daros en matrimonio?
—¡Sí, padre! ¡Le amo! —respondió Juanita, clavando sus ojos en el joven que la escuchaba como si se tratase de un ángel.

—¡Pues bien! ¡No se hable más del negoc... del asunto!

¡Mañana se harán las publicaciones y papeles de rigor! ¡Dionisio! ¡La botella de mistela para celebrar la ocasión!

Los esponsales del señor Briand de la Morandais y doña Juanita del Solar y Caxigal se efectuaron en la Iglesia Mayor, donde se habían conocido, con una fastuosidad digna de las fortunas de ambos contrayentes, y hubo fiestas que aflojaron los cordones de la apretada bolsa del tesorero.

Pero la joven, además de bella, era caprichosa, y pronto pidió a su flamante marido que le construyera una casa en Santiago, una morada de acuerdo a su alcurnia.

La parte más aristocrática de la capital era la Plaza de Armas, y sólo quedaba un solar vacío en el costado oriental, donde bajo sus portales se instalaban los comercios, la plaza de abastos, el tendal de los zapatos y el mercado matinal de las ojotas. Pero, así y todo, era el lugar más elegante del Santiago del 1700.

Frente a esta acera donde reinaba el comercio, al poniente de la plaza estaba la Iglesia Mayor y el gremio eclesiástico. Sobre el ala derecha, la casa del Capitán General, Los Tribunales y la Cárcel.
En el único sitio eriazo, sobre las ruinas de una vetusta casa, levantó su mansión el señor de la Morandais, y ella cobijó a los novios que dedicaron su tiempo a saborear el amor que otrora debieron soñar.

Pero el enamorado galán había pasado por alto un detalle al que realmente nadie daba demasiada importancia: el rollo y el árbol de la justicia, es decir el tronco al que ataban a loa ladrones para azotarles, y la horca en que se balanceaban los asesinos y otros culpables de delito mayor.
Cuando ocuparon su morada, los recién casados no se preocuparon de detalles tan ínfimos como éste. Los primeros días se pasaron en recibir visitas, cumplimientos, atenciones y, naturalmente, en endulzar su amor.

20100814073546!Plaza_de_Armas_de_Santiago_de_Chile_en_1850.jpg
Pero con el tiempo las noches se hicieron imposibles. Santiago era, como dice un historiador, "un jubón de azotes", porque era también una madriguera de ladrones. En esta forma el chasquido de los látigos llamados comúnmente bergas, porque el mejor cuero de España se fabricaba en Berga, provincia de Cataluña, se oía de noche y de día.

Quizá mientras duraba el tránsito de las carretas por la calle del Rey, haciendo sonar sus llantas sobre el empedrado; el grito de los comerciantes ambulantes, la algazara de los muchachos que jugaban corriendo por entre los espinos de la plaza, para ir después a hacer aguas mayores y menores a la escala de la casa consistorial: todo el bullicio del corazón mismo de la capital apagaba el sonido de los latigazos y los oyes de los ajusticiados. Era sólo un ruido más y no se escuchaba, pero, en la noche, cuando tras la culminación del amor, viene el relajamiento, Juanita comenzaba a oír el ruido incansable del verdugo que azotaba a los delincuentes, y luego un raro sonido en la horca, como si hubiera un cuerpo colgado, bamboleándose al viento. La soga del lazo fatal crujía sobre el seco madero que hacía de travesano.

Las primeras veces el señor de la Morandais tornó como un capricho infantil los ruegos de su amada, mas, cuando en el silencio nocturno comenzó a oír, con insistente persistencia, el crujido del cordel y el crepitar de los latigazos, creyó que se había dejado impresionar. Valiente como era no podía creer en aparecidos, más propios de consejas de brujas o de mulatas decrépitas. Resuelto a aclarar la situación, esperó una noche, sin acostarse, a que se produjeran los inquietantes ruidos.

La ciudad estaba en calma y el silencio era tan ominoso que podía escucharse el runrunear del Mapocho sobre el pedrerío. El joven se caló la espada y agregó una pistola, convencido de que sólo hallaría un atado de pillastres en malas andanzas. Cada cierto tiempo, se escuchaba el grito del sereno que encendía las velas de los faroles y daba la hora. La luna apenas asomaba entre nube y nube, dando una claridad ocasional que formaba fantasmagóricas figuras con los espinos de la Plaza. De pronto, comenzó el sonar fatídico. Primero, el chac-chac de los latigazos, y luego, el crinch-crinch. del correón de la horca.

Juanita apretó la mano de su marido, y entre ambos cruzó esa especie de energía nerviosa precursora de cosas incomprensibles, de otro mundo quizá. El joven se ajustó los gregüescos, apretó las guarniciones y salió a la plaza. Caminó los pocos pasos que separaban su puerta del árbol de la justicia: ahí estaba el látigo manchado de sangre, tirado sobre el rollo y, cosa espantosa... se movía solo, como manejado por una mano de ultratumba que le golpeaba contra el tronco.

—No puede ser —pensó el francés—, la imaginación me engaña —pero ahí estaba el rebenque agitándose contra el leño. Y en el aire, la cuerda de la horca batiéndose al vaivén del viento, pero no lacia y floja como debería estar, sino tirante como si un gran peso colgara de ella, rechinando en cada movimiento.

Medio paralogizado, Briand regresó a su casa y antes de alcanzar la enorme manilla que abría el cerrojo del portalón, le detuvo una voz profunda:

—Buenas noches, vuesamerced —saludó el sereno—, ¿se os ofrece algo?
—No, buen hombre, sólo he salido porque oí ruidos en el árbol de la justicia.
—¡Ah, el crujido del lazo y el chasquido del látigo! ¿No es así?
—¡Sí! ¿Cómo lo sabéis?
—Pues ha de saber su merced que llevo treinta años en este oficio y hace treinta años que veo a los que murieron en la horca o en el rollo, que vienen aquí a jugar —respondió, bonachonamente, el guardián—. Es algo natural, no pueden alejarse.

—¡Pero por qué, decidlo! —urgió el muchacho.
—Mire su merced, son cosas de las que mejor no hay que hablar —sentenció el hombre, sacando del bolsillo una botella de aguardiente y echándose un largo trago al coleto—. ¿Queréis vos? —pasó la botella al estupefacto caballero y sin esperar que éste la devolviera, continuó—:

Hace más de cien años, según mandaba la costumbre, era verdugo un negro jetón llamado Sebastián. Esclavo, naturalmente, de un señor principal, don Robustiano de la Zaga. Los verdugos son pagados, vuesa merced ha de saber. Pero del salario de este infeliz, la mitad era para el secretario del Cabildo y la otra parte se dividía entre el esclavo y su amo. Don Robustiano estimó que si el negro le pertenecía, los servicios que éste prestara debían rentarle a él, y así se lo dijo al bembón.

Pero como aquél protestara, porque tenía a su mujer enferma y necesitaba los pesos... ¿otro trago, su señoría?.. ¿dónde iba?.. oh, sí, el tonto jetón reclamó y su dueño le cortó, en castigo, aquellas partes que por respeto a Usía no se pueden nombrar.

—¡Qué infamia! ¡Eso es un crimen!
—¡Así es su merced! De acuerdo a una disposición del Rey Carlos V no se podía hacer eso a los negros cimarrones, y el que lo hiciese debía terminar en la horca. Así fue como el pobre esclavo, después que le pusieron unos carbones encendidos para contener la hemorragia, le juró ante Dios que pagaría su pecado y que sería él mismo el que lo ahorcaría.

—¡Pero apuraos, infeliz! ¿No veis que me tenéis en ascuas?
—¡Calma, Excelencia, u Eminencia, o Usía! ¿Queréis otro trago? —el sereno ya había soltado la lengua con el aguardiente—. Como os iba diciendo, don Robustiano le cortó las partes pa' quedarse con la negra.

Pero lo supo el gobernador Sotomayor, que era de armas tomar, y le condenó a la horca. Y fue el mismo negro el que lo ajustició. Desde entonces bailan todas las noches juntos en la cuerda de la horca... hic ... mejor dicho el negro persigue a don Robustiano y don Roba, persigue al negro... Yo no sé, la cosa es que alguien persigue a alguien.

El joven no quiso oír más y regresó a su hogar. En cuanto llegó al dormitorio, le prometió a su mujer levantar otra casa en los alrededores, lejos de la plaza, donde pudieran embriagarse con el amor sin la presencia de fantasmas indeseables.

Decidido a perpetuar su apellido, que más tarde se transformaría en Morandé, compró un solar en la calle que hoy lleva su nombre, donde actualmente se levanta el palacio de la Intendencia.
Ubicado en las afueras de la ciudad, ocupaba casi toda la manzana, con huerto y viña.

Esta vez, el francés construyó un palacio. El frontis era espacioso, y su puerta, de gruesos tablones, tachonada con clavos de bronce fundidos en Bucalemo, al estilo vizcaíno, estaba bordeada por dos inmensas columnas de piedra canteada.

De acuerdo a la costumbre de la época, no faltaba en el amplio zaguán la teja vertical incrustada en el muro, a manera de cortina, para los caballeros a quienes la necesidad sorprendía en la calle.
El techo de tejas coloniales remataba en un hermoso mojinete que le confería un aire de elegancia. En ambos extremos se levantaban, a guisa de atalayas, dos altillos construidos con madera de canelo cortada al hacha en La Dehesa.
Fue así como se erigió en Santiago la segunda casa de dos pisos, lejos, del chasquido aterrador del látigo del verdugo y del alarmante chirrido del lazo de la horca...

Fotografías: 1) Vestimenta en Francia año 1700 aprox. 2) Puerto de Valparaíso. Valparaíso 1977. oleo Fdo. Morales Jordán. 3) La Habana, Mercaderes. 4) Hans Holbein, el Joven. Retrato del mercader Gisze. 5) Al Pacino, en El mercader de Venecia. 6) Teatro Municipal (Valparaíso 1901).ine. 7) Plaza de Armaa, Santiago de Chile año 1850.

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