Calle Monjitas. Calles de Santiago. Parte 14.



Calle Monjitas.

Las "monjitas" expropiadas.

En las faldas del cerro Santa Lucía, el convento de las monjas de la Orden de Santa Clara ocupaba toda una cuadra entre actuales calles San Antonio, Santo Domingo y 21 de Mayo.

Llegaron a asentarse en Santiago en 1678, después de estar casi un siglo en el sur, misionando desde Osorno hasta Castro. El pueblo las llamaba cariñosamente "las monjitas de la plaza" y ahí vino el nombre de la calle. Ocuparon este amplio recinto hasta que fueron obligadas a irse en 1821.




Bernardo O'Higgins les confiscó su convento, porque necesitaba con urgencia un hospital de campaña y banco de sangre para recibir a patriotas heridos. Después fue pasando el tiempo y nunca se les devolvió su propiedad. Eso pasó con muchas propiedades en los años de la Independencia. Es el caso de un particular de apellido Undurraga, le pidieron prestada su casa en Estado para el general Ramón Freiré y 20 años después, todavía le escribía al Gobierno pidiendo que se
la devolvieran.

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Las monjitas se fueron provisoriamente a un monasterio en La Recoleta de San Francisco, en el sector de La Chimba (norte del Mapocho), y más tarde se instalaron cerca del Estadio Nacional. No volvieron más al centro.
Fuente: El Urbano. Diario de Santiago.

Seguimos este relato de la calle Monjitas, con Sady Zañartu, en su libro "Santiago Calles Viejas", muy bien documentado por este escritor.

CALLE MONJITAS
(Ex Calle Pero Gómez)

AHORA la calle transverbera muy distintas preocupaciones: la luz eléctrica ha borrado el panorama de la noche colonial; las celdillas reemplazan a las generosas casonas de corredor volado y piedra en la esquina. De su aire aristocrático sólo queda algo íntimo que no pasará tan pronto y, luego, el nombre da las “monjitas”, sin el “de las”, porque se ha ido gastando con el uso.

Y no es difícil ir enhebrando la historia de la calle, porque su girón es corto. Sin prisa se pueden medir, por las pisadas, sus ochocientas varas castellanas, desde la esquina de la Plaza de Armas hasta la plazuela de Bello. En el primer bastión nororiente estuvo la casa de las monjitas, que canta su origen en la manzana que yace entre las calles de San Antonio, de Santo Domingo y 21 de Mayo. En el final de aquellas cuadras se encontraban la pista de reñidero de gallos y el estanque desde donde venía el agua para la fuente de la plaza.

El altar mayor del convento de las monjitas daba su frente a la antigua Cárcel (Palacio Consistorial), y su torre, formada por un rectángulo de ladrillos, se alzaba hacia la calle de su nombre y que antes fuera del conquistador Pero Gómez, primer vecino del primitivo callejón, y por donde se iba a tomar el camino de Apoquindo y de las Condes.

El templo de las monjitas Claras de Nuestra Señora de la Victoria sólo tenía puertas laterales, a fin de que el coro hiciese frente al altar mayor.
La portería daba a la vieja calle de Pero Gómez, y era por allí donde el mundo de la Colonia desfilaba al tañer de las hojas canónicas. Por el torno salían los lebrillos con sus sazonadas lentejas, los azafates de plata con sus finos almendrados y la sabrosa pasta de la madrileña alcorza.

Era la portería el centro del movimiento comercial de la calle: cantigas de mulatas en la calzada del frente y trajín de chinas y demandaderas; del apiñamiento salía la beata corredora, llevando el chisme; el benjuí de la dama saturaba el locutorio de un hálito perfumado de mundanidad. Una mujer deshojaba ramos de aromos y una cacica devota extendía en el suelo, con la gracia de los choapinos, pintada alfarería del valle mientras la campana clarísima se volvía jardín de rosas bajo la planta voladora, en la labia de los mestizos se esparcía el nombre de las monjitas de la plaza con el sabor de sus pastas maravillosas, hasta grabar en el alma de aquellas sencillas gentes, como una pintura iconográfica, la verdad simple de su nombre.

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El 7 de febrero de 1678 llegaron por primera vez a sus nuevos claustros “las monjitas de Osorno”.
Era la última etapa, o así parecía serlo, de una de esas peregrinaciones que en el alma de un pueblo se levantan como proeza de la raza. Traían las religiosas, en la palidez de sus rostros y en el andrajo de los sayales, las huellas de las que soportan todo y desprecian todo: el lado estoico y místico al mismo tiempo.

Las primeras monjas de la Orden de Santa Clara la antigua, que desde Santiago salieron a las regiones sureñas, habían partido hacía ya ciento cinco años, en 1573, con doña Isabel de Plasencia, noble matrona fundadora del convento de Osorno. Prosperaba la santa casa con las limosnas que venían del “oro de Valdivia” en la explotación de Pozuelos de Villarrica, y llevaban veinticinco años de piadosa reclusión, cuando sobrevino el alzamiento de indios llamado de “las siete ciudades”. Habían caído en menos de tres años, de 1600 a 1603, Arauco, Angol, Cañete, La Imperial, Villarrica, Valdivia y Osorno.

Las monjitas tuvieron que abandonar su casa, despoblado el asiento que heroicamente defendía el maestre de campo don Francisco Hernández Ortiz en medio de un cerco de millares de bárbaros. Salieron las clarisas, presididas por la imagen de Nuestra Señora de las Nieves, que la indiada había alcanzado a azotar, hacia Carelmapu y desde allí caminaron hasta Castro, apartadas del bullicio de la caravana, descalzas y felices de los trabajos que por Dios pasaban, rezando sus horas y alabando al señor en la penosa marcha de retirada. En Castro, las peregrinas esperaron un bergantín que las condujo a Valparaíso, y de aquí siguieron, por orden del Obispo Pérez de Espinosa, a una casa franciscana en San francisco del Monte.

Pero tampoco terminaron en esta aldea las andanzas de las clarisas. Algunos años después fueron traídas a Santiago a un sitio destinado para la fundación de la Orden, en las faldas del cerro Santa Lucía. No pararon aquí tantas mudanzas. Las rivalidades de la vida monástica estaban en su punto, y las osorninas formaron, con gran escándalo de los padres franciscanos, bajo cuya tutela se
regían, un bando que desconocía su autoridad, por lo que tuvieron que salir a asentar su religión en uno de los bastiones de esquina de la Plaza Real.

Pero entre tantos forzados cambios, no les faltó a las monjas un corazón devoto y enamorado que las acompañara con indignación en las tribulaciones que sufrían. Fue un gallardo capitán, llamado don Alonso del Campo Lantadilla, que pagó con sendas talegas de oro el derecho de celebrar sus esponsorios místicos con las vírgenes del Señor. El piadoso militar legaba a las clarisas lo suficiente para que comprasen una de las más valiosas manzanas de la ciudad y edificasen un cómodo monasterio, sin otra cláusula testamentaria que la de poner su fundación el nombre de Santa Clara del Campo.

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Disculpable vanidad que las monjitas retribuyeron con femenina ingratitud, olvidando el mundano homenaje que les pedía su benefactor para llamarlo de “Nuestra Señora de la Victoria”, cúspide consciente de su voluntad heroica.

El siglo XVII y el siglo XVIII mantuvieron el baluarte monástico en la esquina de la Plaza Mayor: rezos por las tropas que salían hacia Arauco, por gobernadores que llegaban, por los ajusticiados que caían y por las pestes que diezmaban. El siglo XIX las esperó con la misma unción, entre los cánticos de victoria de la Patria Nueva; pero estaba decretada en el destino la marcha de las monjitas de la Plaza.

Benavides, en el sur, se había alzado con los indios bárbaros. Se repetían los avisos de que éste aumentaba sus piraterías por mar, y que por tierra se preparaba para invadir el Bíobío. Era necesario formar un ejército que impusiera la pacificación definitiva en el país, rechazando al español de los últimos reductos. Pero, para sufragar los gastos de 100.000 pesos que demandaba el ejército, había que recurrir a cualquier arbitrio, y porque en semejante caso “cesa toda consideración, fuero o privilegio en presencia del bien público”

– decía el decreto de don Bernardo O’Higgins – hizo desocupar con cargo de devolución dentro de ocho meses la Recoleta de San Francisco para que allí fuesen hospedadas las monjitas de la plaza, y se pudieran vender sitios en la manzana qu ocupaba el convento, reconociendo el Estado a censo sus productos.

Y terminaba con el consuelo de ofrecerles a las monjitas en un tiempo más “otro cómodo asilo, libre del bullicio y perturbación que hasta ahora han debido experimentar en la Plaza Mayor, destinada a las armas y oficinas, y por lo mismo, incompatible con la vida contemplativa de las religiosas”.

¡Como si no hubieran sido veteranas de la destrucción de las siete ciudades!
Las monjitas recibieron la orden por intermedio del chantre de la Catedral, don José Antonio Briceño.
La primavera empezaba a cubrir la calzada con los canastos de las vendedoras de flores.
Era el 28 de octubre de 1821.

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El ánimo del gentío que había acudido a presenciar la partida estaba quieto y religioso como el azul transparente de la tarde. El despliegue de la pompa tenía mucho de cortejo funeral. Una hilera de calesas y coches aguardaban frente a la portería. Se les había provisto de lienzo en las vidrieras, meticulosamente cerrados, de modo que no pudieran romper su clausura. La multitud femenina hormigueaba por la calle, deseosa de escudriñar los claustros que dejaban. Sin embargo, en los semblantes se notaba una angustia enorme, como si el alma de las monjitas fuese a emprender un vuelo postrero.

De pronto, interrumpió el silencio un campanilleo de gloria, y apareció en la esquina de la Plaza de Armas, por el portal Tagle, una carroza de gala que aún ostentaba sus armas y emblemas reales. Cuando el gentío se apiñó en torno, se supo que era el carruaje del marqués de Casa Real, quien había ordenado a sus dos hijos condujesen los caballos y tomasen la delantera de la procesión que iba a ponerse en marcha, llevando a las monjas hacia la Chimba.

Era abadesa de la comunidad la virtuosa madre sor Carlota Huidobro, hija del marqués de Casa Real, y fueron sus hermanos los que la trasladaron en la carroza blasonada que guardaban como reliquia desde el año 1810.

En la calle se extendió un piadoso clamoreo. ¡Favor de descubrirse todos los que iban pasando! La procesión de calesas arrastraba ciento cuarenta y tres años de vínculos espirituales que habían dejado las monjitas de la Plaza Mayor.

Fuente:
Libro “Santiago Calles Viejas” de Sady Zañartu.

Fotografías: 1) Calle Monjitas.1874. Vista Cerro Sta. Lucia  desde la terraza del palaciode José Tomás Urmeneta  en calle Monjitas. 2) Entre 1913 y 1930, el fotógrafo aficionado, dentista y académico Carlos Mujica Varas capturó imágenes de diversos lugares de Santiago. Acá calle Monjitas con tranvía. Textos Pedro Encina. 3) Calle Monjitas. Antigua sede Colegio Enfermera Histórico. 4) Caserío antiguo en calle Monjitas 2010. 5) Cerámicas de monjas.

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