Especial de Violeta, parte 6.

Seguimos con Fernando Alegría, en este Especial de Violeta. 

Fernando Alegría es novelista, crítico literario y poeta. Es profesor en la Universidad de Berkeley, California. 

violeta - presente ausente.jpgEn 1960, Violeta había conocido en Chile a un musicólogo suizo muy joven, de nombre Gilbert Favre, que había llegado en búsqueda de información para sus estudios sobre el folklore de Atacama, región desértica del norte andino.

Violeta le abrió literalmente las puertas de su casa, pues se enamoró de él, vivió con él, le enseñó a tocar la quena, convirtiéndolo en un extraño europeo enfundado en poncho indio, calzado con sandalias y con el pelo rubio amarrado con un cintillo.



Ahora, reaparece el suizo en Europa.
Violeta tenía la tendencia a enamorarse de hombres menores que ella —dice su segundo marido—, no se enamoraba de gente de su edad, y como tenía su magnetismo, pues aún cuando era bajita, tenía un cuerpo recio, firme, generalmente le resultaba el enamoramiento con los jóvenes.

Violeta tiene más de cuarenta años cuando conoce al suizo. Es ella la
deslumbrada ahora, la que sufre, se entrega y se aparta, se arrepiente y vuelve.
Ella, que parecía siempre en tren de improvisar, arreglando la vida sin prestar atención a detalles, ahora se pone a hacer planes para el futuro y, en esos planes, entra el suizo como hombre y artista.

violeta y gilbert.jpgÁngel Parra, hablando del período en que vive con su madre y Favre en Suiza, dice:

Mientras estuvimos en Ginebra siempre tocaban juntos. Allá vivíamos en un callejón muy lindo que tenía una inmensa copa de mimbre al medio. Por un lado puros artesanos en fierro, por el otro pintores, poetas, escultores. Y al fondo nosotros. Gilbert era la persona que le hacía los contactos a mi mamá para sus presentaciones.

Por esos días Violeta
recibió una carta de su hija Isabel contándole las penurias que ella y sus hermanos pasaban en Chile. Sin pensarlo dos veces, vendió los tapices, compró los pasajes y regresó a su tierra. Abandonó todo lo que tan magnificamente había iniciado en Francia: sus proyectos de nuevas grabaciones, recitales y muestras de su obra de artesanía. Salió con el pelo al aire, con la guitarra al hombro, olvidada de promesas y juramentos. Pero de la mano se llevó a Gilbert.

Violeta volvió a Chile en 1965 y revolucionó el ambiente. En esos años los artistas folklóricos abandonaban los escenarios teatrales para trabajar en las llamadas peñas.

Frente cassette.jpgLa más famosa
de estas peñas en Santiago fue la de los Parra. Dirigida por Ángel e Isabel, consagrados ya como artistas, reunió a lo más valioso de la nueva generación de cantantes populares chilenos. La peña funcionaba en una casa típica de los viejos barrios de clase media. El vestíbulo y los salones de entrada se habían convertido en salas de exposiciones. En los demás aposentos de la casa, el público se sentaba en rústicas bancas mirando del lado hacia un tabladillo construido junto al umbral de la pieza más grande.

Desde un comienzo «La Peña de los Parra»
fue el centro de un poderoso movimiento musical del cual nacía un nuevo tipo de canción, no ya estrictamente folklórica, sino más bien de protesta social y política. En «La Peña de los Parra» se dieron a conocer Víctor Jara, Rolando Alarcón, Héctor Pavez, Patricio Manns.

sello dicap.jpgEn 1965 Violeta decidió fundar una nueva peña bajo una carpa de circo en la Municipalidad de la Reina, comuna de Santiago. La carpa medía cuarenta metros de diámetro y el escenario estaba rodeado de mesitas, junto a las cuales se instalaron braseros para calentar el mate y los anticuchos que servía al público.

El piso era de aserrín, como en los circos.

Los vecinos de La Carpa, elegantes y conservadores burgueses, le declararon la guerra a muerte a Violeta. Protestaban por la bulla, por la aglomeración de autos y los parlantes de la calle. Violeta, con el pelo revuelto, sin afeites, cocinaba, cobraba las entradas, cantaba, y aún tenía tiempo para enfrentarse a sus enemigos y derrotarlos con sus mismas armas.

 la carpa.JPGCuando le cortaban la luz,
ella obtenía la electricidad de un cable público en la calle...

Favre se mantenía fiel a su lado: la ayudaba en la cocina, hacía las compras en el mercado, tocaba la flauta. Violeta, sin embargo, se impacientaba con él y le exigía cada vez más. «El gringo le aguantaba todo, pero...» dice Carmen Luisa, la hija menor de Violeta.

Se desesperó el hombre y se rebeló. Fue en esos momentos que Violeta
afrontaba duros percances en la Carpa. El entusiasmo de los primeros meses había pasado.
Los turistas que venían en grupos desde los hoteles del centro gozaban, si no el canto, al menos de las mistelas y de las cálidas noches de verano en La Reina, dejaron de venir cuando empezó el invierno. Para llegar a la Carpa había que atravesar grandes lodazales bajo una lluvia constante.

Daban las doce de la noche y, en esos meses de julio y agosto, con la mole nevada de la cordillera del fondo y la lluvia destilando por los eucaliptos y los pinos, Violeta daba vueltas y vueltas por la carpa, sola, desconcertada, esperando al público que no llegaría nunca.
 Hacia el amanecer se levantaba un viento huracanado que amenazaba llevarse la carpa volando.
Empapados, con el agua corriéndoles por la cara, llenos de barro, Violeta, el suizo, los Parra chicos, corrían, afirmando y apuntalando la carpa, como náufragos en un buque de vela resistiendo la tempestad.

Un día partió el suizo. Violeta no se preocupó, pensó que volvería luego.
Pasaron los días, las semanas y los meses. Las canciones que Violeta cantaba en La Carpa se fueron poniendo tristes:

Entré al clavel del amor
cegada por sus colores,
me atacaron los resplandores
de tu preferida flor,
ufano de mi pasión
dejó sangrando mi herida...


Violeta oye que Gilbert se ha instalado en Bolivia y que trabaja como primer quenista de un conjunto llamado Los Jairas. Va en su busca. Vuelve con él.
Pasan algunas semanas y Favre desaparece nuevamente. Los versos se tornan trágicos:

Me dice la flor del mal:
yo soy un hondo raudal
de espumas muy apacibles,
 y el remolino terrible
abajo empieza a girar


Por segunda vez ella va a Bolivia, pero ahora regresa sola. La carpa es un vasto telón vacío, borrado por las lluvias. Hacia fines de 1967, Violeta pudo hacer balance de sus años de lucha en la seguridad de no haber fallado.

 Sus canciones se graban en diferentes sellos, dentro y fuera de Chile, le surgían discípulos por todas partes, los diarios y revistas se ocupaban de ella.

 Pero, ofuscada, sólo consideró sus fracasos.

Víctor Jara ha dicho después:
Nosotros empezábamos a cantar, por ahí y por allá, como hijos de nadie.
Decíamos una verdad no dicha en las canciones, denunciábamos la miseria y las causas de la miseria, le decíamos al campesino que la tierra debía ser de él, hablábamos, en fin, de la injusticia y la explotación.

En la creación de este tipo, la presencia de Violeta Parra es como una estrella que jamás se apagará. Violeta nos marcó el camino: nosotros no hacemos más que continuarlo y darle, claro, la vivencia del proceso actual.

Por mucho que ella penara en sus noches soltarias en La Reina, la verdad es que su actividad no había disminuido pues las canciones le salían con mayor fluidez que nunca y con un tono de reservada emoción, nuevo en ella.
violeta, en radio concepcion.jpgAcercándose a los cincuenta años de edad, Violeta se retrae en sí misma. De la desesperación convertida en madurez trágica, de una especie de paz nacida en la angustia, resulta la canción que es, sin duda, la más hermosa de Violeta Parra, «Gracias a la vida».

Una noche en 1966, cuando comenzaba la primavera en Chile, ante un pequeño grupo familiar, con el mate en la mano, Violeta me dijo con sencillez que cifraba grandes esperanzas en su nueva canción. «Es lo mejor que he hecho», repetía.

Y la cantó en el silencio de la carpa vacía, en una especie de penumbra de lámparas que oscilan en los alambres del circo.
 El alma de Violeta cantaba, ni a lo humano ni a lo divino, simplemente declaraba haber vencido a la muerte cercana, decía que no se iba a ninguna parte, que para siempre quedaba en ella la inocencia de unos versos campesinos, en el ritmo insistente de una guitarra hecha de toscos alambres y de la caparazón de un armadillo.

Literalmente, la canción es una despedida, porque, meses después de escribirla, un domingo por la tarde, sola en su carpa de La Reina, oyendo un disco que repetía una y otra vez, Violeta se disparó un balazo y murió instantáneamente.

Continuará...

En las fotografías: 1) Carátula de disco de Violeta. 2)Violeta y Gilbert. 3) Carátula de casete Violeta, testimonio. 4) Carátulas sello Dicap, Rolando Alarcón , Curacas, Quilapayún, Angel Parra, todos los que actúan en la Peña. 5) Disco 33 1/3 R.P.M de la Carpa de la Reina. 6) Violeta en la Radio en Concepción, junto a sus tapices.

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