Los Bailes de Chile, Pablo Garrido. Autorretrato de Chile Parte 2.

Comenzamos la serie "En relación al Folklore", en un artículo anterior, hoy seguimos con Pablo Garrido hablando de "Los bailes de Chile", con un escrito de Nicomedes Guzmán, que recopiló en un libro de 1954, titulado "Autorretrato de Chile".

PABLO   GARRIDO


La pasión artística de PABLO GARRIDO (1905-1982) le ha encaminado por derroteros siempre felices. Músico, compositor, folklorista, estudioso de todo aquello que corresponda a la raíz expresiva del pueblo chileno (no sólo del chileno, sino del americano), ha difundido, por todo lugar donde su inquietud se ha situado, la noticia fundamental de lo que nos corresponde como soporte de cultura dirigida hacia lo universal.

Garrido ve en lo nuestro el retrato del mundo, todo partiendo de los estratos populares. Sus estudios y teorías se afirman en la expresión musical y coreográfica. De aquí su contribución al conocimiento histórico y vernacular de los bailes nacionales, que él ha circunscrito literariamente en la publicación de su "Biografía de la Cueca". A este mismo propósito está ligado su ensayo de hoy.




LOS BAILES DE CHILE.


¡ Quién diría que semillas del espigado árbol del vulgo nuestro iban a germinar y trocarse en fronda amorosa más allá de las cordilleras refulgentes y de las radas porteñas trashumantes a breas antiguas!
¡Quién diría que a las lejanías transoceánicas de Australia morenos chilotes portaran, un siglo atrás, leyendas de caleuches y pincoyes!

¡Quién diría que fueran mineros toscos y campesinos ignaros nuestros quienes fundaran Marysville en la celeste y rubia república hermana del más lejano norte!
¡Quién diría que el triángulo rectángulo perdido en el centro del Océano Pacífico —¡oh soñador Policarpo, que hiciste flamear la solitaria estrella de tu niñez en medio de mil estatuas silentes!— iba a enloquecer, un día, las membrudas piernas de "matelots" y de "mistinguettes" con un hupa-hupa pascuense!

¡Quién diría que la vocación tardía, que apenas intuyeran los peninsulares trocados de la noche a la mañana en conquistadores y catequizadores, la vocación del metal esquivo y secreto, iría a coronar de promiscuidades tremantes las landas de California, donde los chilenos, en número mayor a treinta mil, enseñaron a legislar la piedra y al hombre!

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¡Quién diría que los chamacos del Acapulco azteca, del Estado de Guerrero mexicano, desde cien años cantan "chilenas" que les llegaran por mar, desde miles de millas! Y ¡quién diría que el baile nacional —esa cueca, clarinada flamígera— iba a ser patrimonio de cinco pueblos hermanos!

Uno piensa y repiensa cómo y cuándo estos aires gélidos que acuchillan los fiordos y los témpanos, que crispan las laminadas mantas de los desiertos y las serenidades lacustres, que esculpen la estatura de los robles y de los cedros, cómo estos aires gélidos que hacen pomas maduras de las mejillas aldeanas, que trocan en sepias rembrandtianos los carrillos de los salitreros y que aguileñan el mirar de los arrieros montañeses, cómo pudieron, cómo pueden inflamar de ritmos gráciles, de requiebros amorosos, de entonaciones candentes estas cosas que cantan y bailan los chilenos.

Se cuestiona uno, también, y se vuelve a preguntar, cómo nuestro indio, tan estatuario y tan épico, no nos haya hecho traspasos de su cultura espiritual y por qué, sabiéndose civil de un mismo código generoso y severo, no buscara — como antes, cuando todo fuera hostigo — el hender su lanza punzante y certera en medio de nuestra idiosincrasia, dejándonos sumidos solamente en la atonía y desconcierto de su toponimia.

¿Qué proceso étnico funambulesco conlleva el acrisolamiento de nuestra realidad chilena? ¿Dónde están el empuje y frescor estético de diaguitas y atácamenos? ¿Por dónde corren el rumor de los pinos del pehuenche y el deslizar de valseos del chango? Picunches, tehuelches, huilliches, chonos y uros, ¿dónde está vuestro sustrato? La teluria de onas, alacalufes y yaganes, ¿dó mora?

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Este Chile de bardos y juristas, de historiadores y navegantes, ¿cómo pudo irisarse espiritualmente en un confín del mundo y aprehender la estatura helénica? Y ¿cómo sus proceres libertarios, embebidos en la ufanía de edictos, bandos y proclamas, pudieron guarecer en sus pechos el aleteo risueño del pañuelo dieciochesco?

Así y todo, la tozudez chilena, la de la vida muelle y de molicie de sus grandes urbes, más que por la promiscuidad con subditos foráneos, por ciertos brotes o rebrotes de amagadas o falsas aposturas feudalescas, intermitentemente quiso ahogar la voz labriega, aquella desprendida del guitarrón, del rabel, de la vihuela y del arpa rústicos.

Ya se vio cómo el único himno patrio escrito y soñado por un músico nativo, el novelesco y chilenísimo cojo Manuel Robles, fuera suplantado hacia 1828, no bien corridos ocho años de su oficialización por Decreto Supremo, por aquel "de encargo" que firmara el operista catalán Ramón Carnicer — quien nunca supo nada de nuestros copihuales ni del hervor de la Cruz del Sur — y que es el que tras muchas vicisitudes se canta hoy (aún hasta la Guerra del Pacífico, 1879, no cejaba la soldadesca en entonar el de Robles).

También se vio, por aquel preludiar de la vida republicana, cómo la empingorotada Sociedad Filarmónica (1827-1830) prohibió en sus saraos la "intrusa" zamacueca, cuando declaró en sus reglamentos que en las reuniones, aparte ciertos exiguos actos de "conciertos", a la hora del baile, y pasados los refrescos, "se bailará contradanza, cuadrilla y vals, siendo prohibido todo baile de dos".
¡Y pensar que en su sede capitalina se verificaban las fiestas patrias septembrinas!

Pero no podían mucho los dictados mojigatos de los criollos con ínfulas europeizantes, puesto que si bien las chinganas y cafés prohijaban fandango, cachucha y abuelito, el cuando, la sajuriana y la zamacueca (o simplemente zamba, más tarde; también por apócope: cueca) metían sus narices y hacían que el campo petorquino o ñuñoense se trasplantara a plena Plaza de Armas, a la Calle de las Monjitas, o a la Calle de Duarte (hoy Lord Cochrane).

Chinganas donde no sólo el "pipiolaje", sino también la "gente de tono" aplaudían a rabiar a cuanto show criollo evocara las alegrías campesinas, especialmente a las Petorquinas, esas hermanas Pínilla que, a partir de 1831, según dice Zapiola, "hicieron en el arte una revolución más trascendental que la que ocasionaron en Italia los sabios emigrados de Constantinopla en el siglo XV".

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El italianismo operático había ya hecho presa de la "sociedad" americana, desde más arriba de California hasta los contrafuertes santiagueños; y había venido para quedarse. Ya en 1830 empiezan a sucederse las temporadas líricas, con tanta fruición de los mapochinos, que al correr el tiempo, el 2 de septiembre de 1876, se inaugura una temporada de cien funciones (!), que sólo finaliza el 3 de enero de 1877.

El mismo Conservatorio Nacional de Música, que se funda el 17 de junio de 1850, propende a este lirismo torturante, y sus mandaderos no están nunca conformes hasta que, pasados sesenta años de su creación, Pietro Mascagni visita el establecimiento y revisa sus planes y programas el 6 de septiembre de 1911, y da su visto bueno.

¡Era la certificación tan largamente añorada por los chilenos! Es decir, ciertos chilenos, puesto que, en la campiña nuestra, ¡alabado sea Alá!, las arias y romanzas, los calderones y las fiorituras, los "divos" v las "prima donnas" no traspasaron ni un milímetro de la tierra húmeda perfumada a albahaca y a tomillo.

Comprensible es que en la Colonia la delectación coreográfica estuviera por lo cimbreante peninsular, y que nadie quedase sin bailar seguidilla, bolero, tirana, fandango y zapateo.
Quiérase o no, ha de recurrirse al cancionero de España para sopesar las efusiones populares y saioneras del largo período que comprende de 1541 a 1818, doscientos setenta y siete años de irresolución cívica.

Si en el sigio XV aparece definida en España la forma poemática del romance, con sus variados procesos vulgares, amatorios, históricos, heroicos, legendarios, tradicionales; si de "La Vaquera de la Finojosa", de Iñigo López de Mendoza (1398-1458) surge la tirada de diez versos, o décima, en octosílabos, y si de la cuarteta octosilábica o "glosa", que precede o prologa al romance, resulta la "décima glosada", la cuarteta octosilábica, por su fácil manipulación, desemboca en tierras americanas en el corrido, que se recita o canta (tal como el romance) con leve y sincrónico apoyo acordal de vihuela, dando paso a la paya o copla, y, por razón de ensimismamiento agresivo o desafiante, al "contrapunto".

Más tarde el corrido se torna asimismo baile, que bien hace a la mente y al verso agresivos quemar grasas en vez de marcar lanzas en ristre.
Andaluza es la seguidilla, y nosotros, por ese afán tan socarrón de nimbar las opulencias que nos atonen, la rebautizamos "sirilla". Acá era "baile entre cuatro, de tres vueltas, con pañuelo, zapateo y redoble" (Feo. J. Cavada), pero de ella se iba a desprender, a la hora de su fatal sepultación, uno de los ejes articulantes de la danza nacional chilena, que la seguidilla, con su pareo de siete y cinco sílabas, forma más tarde lo substantivo, el plato fuerte, de la forma estrófica de la cueca.

(Continuará).

Fotografías: 1) Pablo Garrido. 2) "Chinos"danza religiosa Norte de Chile. Foto de archivo Bío Bío Chile. 3) Cueca Brava, en el Rincón de las Guitarras, Valparaíso. 4) Cueca Chilota. 5) Cueca centrina, en una actividad de Afoquin. 6) Payador chileno, David Ponce.fotos: David Ponce / Asociación Gremial Nacional de Poetas Populares y Payadores.Agenpoch.

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