Otra mirada al Golpe de Estado en Chile, 11 Septiembre 1973.


Como siempre "Folclore y Cultura Chilena", se hace presente en los acontecimientos que (en este caso) afectan a Chile.
La otra mirada al Golpe de Estado en nuestro país la da un amigo muy querido de muchos chilenos, Don Gonzalo Martínez Corbalá.

En esa época este ingeniero era Embajador de Mexico en Chile y cumplió en los siguientes días al golpe, una tarea relevante y llena de riesgos para salvar la vida o la integridad física de centenares de chilenas y chilenos que buscaron resguardo del gobierno mexicano. Más tarde, ya en Mexico los apoyó generosamente para que obtuvieran trabajo e iniciaran una nueva vida, dando en todo momento muestras excepcionales de solidaridad.



Gonzalo Martínez Corbalá, escribió el libro titulado "Instantes de Decisión. Chile 1972-1973". Editorial Grijalbo.México 1998. De aquí un extracto relacionado con el golpe del 11 de septiembre de 1973 en nuestro país.

El golpe de Estado (9-11 de septiembre de 1973)

Nos habla Don Gonzalo Martínez Corbalá...

Dos días antes del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, tuve la oportunidad de conversar por última vez con el presidente Salvador Allende. La ocasión se presentó en el aeropuerto de Pudahuel con motivo de la llegada de la primera dama, quien había realizado una visita a México.

En el salón oficial, el presidente me hizo saber de la preocupación y el dolor que le causaba el resquebrajamiento de la Unidad Popular, ya que esto había tornado aún más crítica la situación del país. Lo comprendí perfectamente; tanto, que le comenté sobre el matiz de gravedad que daba al conflicto el que su propio partido, el Socialista, estuviera dificultando cualquier posibilidad de arreglo, y agregué que si ese papel lo hubiera adoptado el Partido Comunista, todo sería más manejable.

Él asintió conmigo, muy dolido por no tener el apoyo total del Partido Socialista debido a las divisiones internas que últimamente se habían planteado.
El presidente se refirió también al deterioro que había sufrido la relación de su gobierno con las fuerzas armadas, a raíz de uno de los allanamientos realizados en busca de armas en una fábrica textil tomada.

Sobre este asunto, escribí el mismo día 11:

El presidente entró en consideraciones sobre el tiroteo que se produjo durante el allanamiento que, con exceso de fuerza, se inició en la modesta casa de un cuidador. Cuando los militares trataron de buscar armas en el patio trasero al haber visto tierra fresca removida y luego de que perdieran una lámpara, les dispararon desde los edificios cercanos. El tiroteo duró varias horas y se percutieron unos 5,000 cartuchos. Esto dio pie para que las fuerzas armadas demostraran la existencia de arsenales en poder de los obreros. Puede ser la gota que derrame el vaso.

De cualquier manera, las relaciones con el ejército no podían haber sido más difíciles ya en esos momentos. Allende, insisto, había decidido ser presidente demasiado tarde y las circunstancias le impidieron serlo, como tampoco pudo ya ser líder del proceso revolucionario. Este conflicto estuvo presente desde el origen: La disyuntiva entre ser presidente de la República y líder de la revolución.

Aquel día en el aeropuerto resultaba grotesco presenciar la revista de las tropas que ejecutaban el ceremonial militar protocolario, presentando armas y saludando con la bandera al presidente, inclinándola a su paso con solemnidad. Allende guardaba las apariencias y marchaba ante la tropa con paso firme y resuelto. Sin duda alguna, el jefe de la unidad militar que lo saludaba marcialmente estaría ansioso de que esa falsa ceremonia terminara de una vez. Allende, por su parte, daba la cara a los militares, como escudriñando en sus ojos, detrás del fusil, qué era lo que en realidad pensaban los milicos.

El médico presidente tenía ya un molesto tic nervioso. Se jalaba y arrancaba los vellos del bigote. Sus enemigos lo apodaban Bigote Blanco; sus amigos le decían Chicho.
Lamentablemente era demasiado tarde para el presidente y el gobierno de la Unidad Popular. El golpe de Estado estaba decidido. Salvador Allende y su pueblo sufrirían las consecuencias de la debilidad y la ingenuidad con que se actuó frente a las fuerzas armadas. Todos, de alguna manera, presentíamos que el final no estaba lejos y también sabíamos que la lucha por concretar un socialismo democrático, la vía chilena, estaba ya perdida.

Lo que desconocían los chilenos que apoyaban a Allende, era el odio y el desprecio que, por cuestiones de clase e ideología, volcarían más tarde los militares sobre un pueblo desprotegido, cuyo error había sido el de buscar nuevos caminos hacia una verdadera justicia social.

El martes 11, la traición de las fuerzas armadas chilenas al régimen constitucional, que venía gestándose desde el inicio mismo del gobierno de la Unidad Popular, se hizo evidente a las 7 de la mañana, cuando a través de varias radioemisoras se transmitió un comunicado suscrito por la Junta Militar, que integraban Augusto Pinochet, comandante en jefe del Ejército; José Toribio Merino, comandante en jefe de la Armada; Gustavo Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, y César Mendoza, director general de Carabineros.
En este documento se demandaba la rendición del presidente de la República y se anunciaba que las fuerzas armadas "estaban unidas para iniciar la histórica y responsable misión de luchar por la liberación de la patria y evitar que el país caiga bajo el yugo marxista, y la restauración del orden y la institucionalidad" (1).





El presidente había llegado muy temprano al Palacio de La Moneda, y en su actitud y en la de sus colaboradores más cercanos se presentía lo inevitable. Las noticias que recibían eran confusas, pero los presentes comprobaron que el jefe del Ejecutivo estaba consciente de que en esos momentos se cerraba un capítulo más de la historia de Chile. Mis hijos habían llegado ya a la residencia de regreso de sus escuelas. Sin mayores explicaciones, se les había comunicado que ese día estarían cerradas.

Para todos era claro que Salvador Allende no abandonaría La Moneda, y sus últimas palabras, que más tarde recorrerían el mundo, fueron definitivas:
" i Trabajadores de mi patria: Tengo fe en Chile y en su destino. Otros hombres superarán este momento gris y amargo donde pretende imponerse la traición. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad
mejor.
(2)

Y continuó:

Éstas son mis últimas palabras en la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la seguridad de que por lo menos habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.(3)


La crónica de Manuel Mejido, periodista mexicano que recopiló los principales acontecimientos de ese día, relata que a las 10 horas el presidente despidió a sus edecanes militares, deteniéndose especialmente en su amigo el comandante de la Fuerza Aérea Roberto Sánchez.
A esa misma hora, por vía telefónica, el general Ernesto Baeza, representante de la Junta Militar, le propuso abandonar el país en avión, acompañado de su familia y de los colaboradores que decidiera.
¡Qué poco sabían de él!
Su respuesta fue enérgica:
"Ustedes, como generales traidores que son, no conocen a los hombres de honor".(4)
Posteriormente, cuando el tiroteo al edificio de La Moneda era intenso, Allende volvió a recibir el mismo ofrecimiento, pero esta vez por parte de Augusto Pinochet. La respuesta no se dejó esperar:
"Yo no hago tratos con traidores".(5)



Entonces el presidente reunió a todos cuantos se encontraban con él, incluyendo a sus hijas Beatriz e Isabel, y ordenó que aquellos que no pudieran defenderse salieran del palacio gubernamental. Nadie salió.
Volvió a sonar el teléfono, y en esa ocasión era el almirante José Toribio Merino, pidiendo nuevamente su rendición e informándole que La Moneda sería bombardeada por aire a las 12 del día. La respuesta que recibió fue:
"Yo no me rindo. Eso sólo cabe en cobardes como ustedes".(6)

En el curso de estas llamadas, la única demanda que hizo Allende fue la de solicitar cinco minutos de tregua para que las pocas mujeres que se encontraban ahí pudieran salir. Después de una negativa, el general Baeza accedió a su petición. El presidente bajó entonces al sótano donde estaban las mujeres y les pidió que abandonaran La Moneda.
Fue entonces cuando Beatriz se acercó a su padre y le dijo que no lo haría, ya que probablemente serían tomadas como rehenes para presionarlo a dejar el país. La respuesta del presidente fue inesperada:
"Mejor. Si las asesinan, quedarán marcados como traidores y asesinos de mujeres. Tengo la palabra de un militar que les va a mandar un jeep. Vayanse, por favor".(7)

Las súplicas de estas mujeres fueron inútiles. No quedaba otra alternativa. Una por una se despidieron efusivamente de Allende y salieron a la calle a esperar al vehículo militar que las sacaría del área de peligro, tal como lo había prometido el representante de la Junta. Éste nunca llegó. Se vieron obligadas a resguardarse en el edificio del diario La Prensa, de filiación democratacristiana.

Como ellas mismas me lo relataron,(8) la situación fue muy tensa, ya que nadie quería comprometerse con quienes salían de La Moneda, y muchos menos si dos de estas personas eran hijas del presidente. Sin embargo, allí permanecieron hasta que pasó el bombardeo e inmediatamente abandonaron el lugar tomando diferentes rumbos.

Pasadas las doce horas, dos aviones Hawker Hunter iniciaron el primer bombardeo sobre el antiguo palacio presidencial. Dispararon más de veinte cohetes y todos dieron en el blanco. Posteriormente realizaron tres incursiones más sobre el edificio, destruyéndolo en gran parte.

Lo mismo harían después con la residencia oficial de Tomás Moro, en donde estaba todavía la señora Tencha de Allende, quien posteriormente salió de entre los escombros. Finalizados los ataques aéreos, fuerzas de infantería iniciaron el asalto final al Palacio de La Moneda.

A la 1 y media de la tarde, cuando la defensa de los combatientes era mínima frente al poderío desplegado por las fuerzas armadas, los militares entraron asesinando a su paso a los pocos leales que le quedaban al presidente, quien ante la masacre dio la orden de abandonar el edificio, señalando:
"Compañeros, bajen todos sin armas, con las manos en alto y ríndanse al ejército. Yo saldré al último."(9)

Así cumplió con lo que manifestara un día de marzo de 1972 al ingresar al palacio presidencial:
"Mientras no se cumpla mi mandato presidencial, yo no abandonaré La Moneda sino en un mameluco de madera".(10)

Hasta el día de hoy he respetado la versión, ampliamente difundida, en el sentido de que Salvador Allende fue asesinado en el ataque final del ejército contra los ocupantes de La Moneda. Sin embargo, debo decir que en las fechas inmediatamente posteriores al golpe de Estado, recibí, por parte de varios asilados en la embajada mexicana, que acompañaron al presidente en sus últimos momentos, testimonios que apuntaban hacia el suicidio.

Agrego de inmediato que este hecho, lejos de disminuir la valentía de ese gran hombre que fue Salvador Allende, pone de relieve su entereza y su congruencia con los ideales que abrazó y por los que luchó a lo largo de su vida. Fue fiel a sí mismo y se puso a la altura de la más dramática de las horas de su pueblo.

Alguien de su enorme dimensión humana no podía permitirse verse mancillado y humillado por quienes en sus últimas palabras no dejó de calificar de traidores y cobardes.

En este sentido, el doctor Óscar Soto me narró que, al bajar por las escaleras para dejar el palacio presidencial y cuando ya nadie salvo Allende quedaba en su interior, escuchó el sonido de un disparo proveniente del Salón Independencia, lugar donde había quedado solo el presidente.

A las cuatro de la tarde su cadáver fue sacado envuelto en un poncho boliviano y, para evitar que el pueblo le rindiera tributo, no fue sino hasta la una de la tarde del día siguiente que su muerte se hizo oficial. No había duda de que aún muerto Salvador Allende representaba un peligro para los militares, porque sabían que su sacrificio jamás sería olvidado por sus seguidores y porque, además, su figura prevalecería a pesar de los múltiples intentos por desprestigiarla y menoscabarla.

Ese trágico día, con la muerte del presidente de la República, se cerró en la historia de Chile la alternativa más importante que tuvo el socialismo para consolidarse por la vía democrática. La vía chilena al socialismo había quedado cancelada.

Recuerdo las palabras apuntadas en mis cuadernos al inicio de este libro y digo ahora:
¡No fueron muy lejos los militares en el camino hacia el socialismo! ¡Qué inútiles fueron los halagos por parte de Salvador Allende a las fuerzas armadas y su profesionalismo! ¡Con cuánto cuidado, con qué frialdad fueron los militares calculando los movimientos para dar el golpe!

En esos momentos, la violencia y la brutalidad con que actuaban las fuerzas armadas en contra de sus propios compatriotas me lastimaba cada vez más. Nunca podré olvidar a los aviones lanzándose en picada sobre La Moneda para descargar los cohetes. Tuve que presenciar este espectáculo dantesco desde nuestra Cancillería, mientras los vecinos aplaudían su paso. Muy pronto habrían de arrepentirse, cuando tomaran realmente conciencia de las dimensiones de ese atentado contra la razón y la democracia que terminaría, indefectiblemente, por repercutir en sus propias vidas.

Yo apuntaba:
El lenguaje tan característico de los bandos militares es, después de todo, el lenguaje que la oposición quería oír. Se restablecerán, dicen, el orden y la armonía en el país, y se acabarán el odio y la lucha de clases, "artificialmente creada". Se supone que estarán en el poder "solamente por el tiempo que requieran las circunstancias". Nada que no hubieran dicho ya tantas veces en la historia otras juntas militares latinoamericanas.
Su primera aparición en la televisión exhibe a sus integrantes tal como son. Muy pronto empezará la cacería de brujas. Muy difícilmente podrá evitarse caer en la dictadura militar.
¡Cuánta responsabilidad histórica tiene en todo ello la democracia cristiana, que colaboró eficazmente para crear el clima propicio para el golpe! Tendrá que responder ante la historia y el mundo por su alianza con los golpistas.


Eran las ocho de la noche, y desde la Residencia de la embajada se escuchaban los disparos de las ametralladoras y el estallido de las granadas. Se había implantado el toque de queda y estábamos completamente incomunicados. A mi familia y a mí nos invadía la incertidumbre, la angustia y el pesar.
Aun desconocía el papel que, como embajador de México y amigo personal de Salvador Allende, tendría que desempeñar en los próximos días para salvar a quienes eran acosados y perseguidos por la naciente dictadura militar.

Una canción de Illapú, "Tres versos para una historia".a) La historia de Manuel. b) Hasta siempre amor. c) Soy parte de esta historia.



(1) Mejido, Manuel: Esto pasó en Chile, Editorial Extemporáneos, México, 1974, p.33. (2)Ibid.,p.8. (3) Ibid. (4)Ibid.,p.7. (5) Ibid., p. 9. (6)Ibid.,p. 10. (7) Ibid.,p. 13. (8)    Testimonios relatados al autor de Isabel y Beatriz Allende, Frida Modak, Nancy Julien de Barrios y Cecilia Tormo. (9) Mejido, Manuel: Op. cit., p. 16. (10)Ibid.,p.8.

Fotografías: 1) La Moneda en llamas.Web Ciper Chile.cl.   2) Prisioneros en La Moneda, muchos de ellos muertos, otros desaparecidos. 3) Acoso a La Moneda. 4) Detenidos-desaparecidos, drama aún actual en nuestra sociedad. Foto Vicaría de la Solidaridad. 5) Salvador Allende Gossens (1908-1973).

Comentarios