El trópico baja al sur: llegada y asimilación de música cubana en Chile, 1930-1960.

Nuevamente con nuestro amigo Juan Pablo González, que nos trae este artículo relacionado con los bailes afroamericanos, que en la década de 1930 en adelante, nos invaden con buenas orquestas, entregando al público bailes "donde el chileno ha incorporado rasgos de alteridad negra a su mundo hispano-criollo; ha participado de las transformaciones en el modo en que el hombre y la mujer occidental han experimentado sus cuerpos durante el siglo XX, incluyendo la forma de aproximarse entre sí, y de exteriorizar sus impulsos y placeres"; como lo indica en una de sus partes este artículo.
Vamos con Juan Pablo González... 

                               Músicos en una calle de Cuba.


Boletín de Música Casa de las Américas, 2003 11-12: 3-18. 3

El trópico baja al sur: llegada y asimilación de música cubana en Chile, 1930-1960.

Juan Pablo González

“Nosotros nada hacemos por proteger la pureza de nuestro arte popular – escribe Pedro Humberto Allende en 1935-; libres están las fronteras para que penetren a nuestro país toda esa literatura y música perversa, canallesca que, empezando por los cabarets, continúa su invasión malsana, corrompiendo el gusto artístico de la inmensa mayoría. Así vemos que los tangos, las rumbas y la música falseada de los negros norteamericanos, desplazan a nuestras nobles tonadas y cuecas chilenas.” (El Mercurio, 1/1/1935).

Este amargo comentario de quien fuera el primer músico chileno en recibir el Premio Nacional de Arte, alguien que siempre estuvo atento al entorno musical que lo rodeaba, deja entrever el alto nivel de penetración que alcanzaban en Chile los bailes afroamericanos a mediados de la década de 1930. Podremos culpar de esta invasión a los intereses comerciales de una industria musical que ya daba claros signos de madurez, y a la falta de protección de la cultura nacional por parte del Estado chileno. Sin embargo, también hay que considerar las propias necesidades del público y de los músicos nacionales, que encontraban en el tango, la rumba, o la guaracha, formas de expresión que los identificaban como habitantes de un continente mestizo que intentaba resolver la compleja ecuación entre identidad local y modernidad (1).

El siglo XX permitió como ninguno intensificar el proceso de integración latinoamericana mediante la música popular. Atrás quedaban los largos viajes en barco, la privacidad de los salones y la exclusividad de la partitura, ahora habrá espacios públicos de diversión para todos; la música circulará en discos, ondas radiales y películas; y los propios músicos locales, convertidos en “estrellas” por la nueva industria musical, aspirarán a abarcar un mercado internacional, incrementando sus giras y estadías artísticas en los países latinoamericanos. Este proceso se consolida como tal a mediados de los años veinte, y a los artistas del cuplé y la zarzuela en gira por América Latina –mayoritariamente españoles-, comenzarán a sumarse músicos y cantantes argentinos, mexicanos y cubanos, que serán los que definan con mayor fuerza entre los años veinte y cincuenta la estética y el mercado de lo latinoamericano en música.



La llegada de música argentina a Chile era un hecho natural, debido a que ambos países comparten importantes áreas culturales en torno a la Cordillera de Los Andes y al extremo Sur –representadas por la tonada y la ranchera ternaria, respectivamente-; a que se desarrolló una temprana comunicación ferroviaria entre Valparaíso, Santiago, Mendoza y Buenos Aires –que permitió la llegada de músicos de tango al país-; al constante flujo de inmigrantes entre el sur de Chile y Argentina; y al desarrollo alcanzado por las industrias trasandinas del disco, la radio, el cine y el estrellato. Esto último también ocurría en el caso de México, cuya industria musical llevará la música ranchera hasta los últimos rincones del continente, la que ha sido sentida como emblemática por el campesinado latinoamericano en general.

El caso de Cuba resultaba distinto, pues carecía de una industria musical propia de similares dimensiones a la argentina y la mexicana, y sin embargo su influencia musical era equivalente. Si bien Estados Unidos fue el gran mediador de la música cubana desde el triunfo de la rumba en Nueva York hasta el triunfo de la Revolución, la mediación estadounidense estandarizaba y simplificaba los componentes musicales y culturales cubanos para el resto del mundo. La presencia de los propios músicos cubanos, entonces, se hacía imprescindible, quienes a través de su práctica directa introducían con regularidad desde los tempranos años treinta instrumentos, rítmicas, géneros y repertorio afrocubano en los países latinoamericanos.

La mediación estadounidense de la música cubana contribuía a crear un clima moderno y cosmopolita asociado a la rumba, la conga, la guaracha y al mambo, lo que favorecía la demanda de músicos cubanos “auténticos” en los escenarios modernos de América del Sur. Al mismo tiempo, las propias industrias musicales mexicana y argentina adoptaban la música cubana, haciéndola circular en sus producciones cinematográficas y discográficas, y en las llamadas orquestas espectáculo de música tropical.

 De este modo, la llegada de un músico cubano a Montevideo, Buenos Aires o Santiago de Chile en 1940 estaba rodeada de toda una oferta discográfica, radial y cinematográfica de música cubana, que por estandarizada que estuviese, constituía un espacio resonante con lo que aquel músico podía hacer en teatros, radios, boites y fiestas del Cono Sur de América.

M ú s i c o s  n e g r o s  e n  C h i l e.

Chile tiene la particularidad de no haber desarrollado expresiones musicales negras evidentes como ha ocurrido en el resto del continente americano. Esto ha llevado al chileno a un constante proceso de incorporación y apropiación de géneros afroamericanos, con las consiguientes debates sobre identidad que esto genera, como queda de manifiesto en los comentarios de Pedro Humberto Allende reproducidos al comienzo de este artículo. Sin embargo, hay que considerar que la música afrocubana no sólo ha sido transformada por su uso e hibridación en Chile, produciendo manifestaciones nuevas, sino que ha desempeñado ciertas funciones para los habitantes de la nación. Todo esto la hace merecedora de un lugar patrimonial en la cultura chilena.

La influencia afrocubana le ha permitido al chileno sustraerse de la verticalidad e inmovilidad de hombros y caderas propia de los bailes de salón, del vals y de la  cueca. Con esta música, el chileno comenzará a experimentar su cuerpo según la influencia desestabilizadora de la síncopa y del movimiento lateral que genera en el cuerpo. Más aún, con la música y los bailes afrocubanos, el chileno ha incorporado rasgos de alteridad negra a su mundo hispano-criollo; ha participado de las transformaciones en el modo en que el hombre y la mujer occidental han experimentado sus cuerpos durante el siglo XX, incluyendo la forma de aproximarse entre sí, y de exteriorizar sus impulsos y placeres; ha logrado desarrollar prácticas musicales, de baile y de consumo musical netamente urbanas en un país muy marcado por su cultura rural; ha acentuado su incorporación a la modernidad; y ha incrementado su cosmopolitanismo. En suma, para el chileno, el baile afrocubano será moderno, cosmopolita y sensual, tres ingredientes capaces de superar la persistencia en Chile del antiguo régimen del salón decimonónico y de la cultura criolla de raigambre campesina.

Durante la primera mitad del siglo XX se practicarán en forma sucesiva y con gran entusiasmo entre los músicos y bailarines chilenos, varios géneros afroamericanos reinventados desde el salón de baile y difundidos por la industria de la partitura,  del disco, del cine y de la radio. Estos son el maxixe, el samba, la rumba, la guaracha, la conga, el mambo, y el cha-cha-chá, acompañados por el cakewalk, el shimmy, el charleston y el foxtrot. En los bailes latinos se meneaban hombros y caderas, y en los norteamericanos se meneaban brazos y piernas, en un frenético movimiento oscilatorio que alcanzaría su máxima expresión en los locos años veinte.

Si bien la zona central de Chile constituía la ruta oficial del tráfico de esclavos llegados a Buenos Aires en viaje hacia los puertos del Pacífico, y una apreciable población negra estuvo radicada en Chile en los siglos XVII y XVIII, la abolición de la esclavitud producida poco tiempo después de la independencia (1810) no incluyó la entrega de la nacionalidad a los esclavos libertos, que debieron emigrar hacia las otras naciones del Pacífico Sur. De este modo, el público chileno de comienzos del siglo XX no tenía un contacto directo ni regular con el mundo negro.

El primer y mas fuerte impacto de la música y danza negra en el público chileno provino curiosamente desde París y se llamó Josephine Baker, quien llegó a Santiago de Chile a fines de 1929 acompañada de su troupe de músicos negros cubanos. La negritude se ponía de moda entre intelectuales y artistas europeos, y las fuerzas ocultas del mundo irracional habían llegado a oxigenar el exacerbado positivismo de la Europa de fin de siglo. Como dice Sergio Pujol, “el exotismo celebrado por los intelectuales y noctámbulos se repartía entonces entre el jazz y  el tango, lo negro y lo latino, dos caras de la América urbana” (2).

Josephine Baker, cantante, actriz y bailarina negra nacida en Estados Unidos en 1906 y emigrada a Francia en 1925, trastornó durante la segunda mitad de la década de 1920 la escena revisteril de varias capitales europeas y sudamericanas. El impacto de la desnudez de la mujer negra y de sus movimientos libres -considerados como salvajes- produjo acaloradas polémicas en cada ciudad que visitó. Partidos conservadores, estudiantes nacionalistas, presidentes de Estado, asociaciones de damas, y la propia Iglesia, se opusieron tenazmente a las actuaciones de la Baker, mientras que partidos liberales, grupos de intelectuales, músicos, y sociedades nudistas, la defendieron.

 Al poco tiempo de haber llegado al Folies-Bergère, Josephine Baker emprendió una gira por Europa y América, regresando triunfante a la Ciudad Luz en 1930, convertida en la estrella negra de las variedades y calles parisinas –por donde se paseaba con un leopardo de mascota-, y fiel representante, sin proponérselo, de una negritude francesa de resabios colonialistas (3).
Ya no era la bailarina o la cupletista blanca que colmaba las fantasías del público, se trata de una auténtica mujer negra que se toma la escena con toda su carga de sensualidad, desinhibición y “salvajismo”. Sus movimientos eran opuestos a los de la danza clásica: arqueaba la espalda, apoyaba el pie entero, flexionaba las rodillas y meneaba caderas y glúteos, gritando y gesticulando como un joven gorila, según la prensa de la época. Todo esto bajo una pequeña falda de plátanos, un rabo de plumas y coloridos collares a modo de corpiño. En Santiago de Chile fue censurada por sus desnudos en escena, y en Buenos Aires los dos bandos políticos en pugna tomaron partido en pro y en contra de la Baker, con el propio presidente de la república de por medio.

La fuerte reacción contra la carga de alteridad y de ruptura que traía la música negra para el mundo blanco se observa en el artículo que publicó Félix Paredes en la revista Varietés de mayo de 1930, donde se refiere a la frenética música negra como “el arte de desentonar a contratiempo”. “Es una inarmónica zarabanda de sonidos extraordinariamente expresiva y fundamentalmente epiléptica” sentencia.
Así mismo, en un afamado tratado de baile de comienzos de la década de 1930, se considera la expresión negra del baile como la “instintiva gracia grotesca de la herencia africana” (4).

A las pocas semanas de las primeras actuaciones de Josephine Baker en Santiago, la revista Zig-Zag anunciaba que “los negros invaden el mundo”, postulando cierta universalidad alcanzada por la música de raíz negra al referirse a la “muchedumbre de rostros sensuales que están dominando el ambiente musical popular” (5). Es así como llegarán a Chile, -último punto en su itinerario americano- diversos exponentes cubanos de música negra, como Isidro Benítez (1926), la Orquesta Siboney (1933), el Trío Matamoros (1937), Los Lecuona Cuban Boys (1942), Bola de Nieve (1944), Xavier Cugat (1949), y Dámaso Pérez Prado (1953), estos dos últimos radicados en Estados Unidos y México, espectivamente.

Isidro Benítez constituyó el vínculo más directo y permanente que tuvimos en Chile con la música afrocubana, radicándose en el país desde 1926 hasta su muerte en 1985, con períodos de estadía en Buenos Aires y giras a Brasil en los años treinta. Es considerado como la punta de lanza de la penetración de la música y de los instrumentos cubanos en América del Sur, lo que llevó al Estado cubano a condecorarlo como pionero en la difusión de la música cubana en el extranjero (6).  Al mando de su orquesta-espectáculo de música cubana y jazz melódico, Benítez se presentaba desde fines de la década de 1930 en las mejores boites de Santiago de Chile, donde era anunciado como “el notable compositor y director cubano de fama en Harlem”. Sin embargo su orquesta, que estaba compuesta por tres trompetas, tres saxos, guitarra, piano, contrabajo, batería y crooner, todavía le faltaban los bongós y las timbaletas para ser una perfecta orquesta afrocubana del Harlem de la época. 

La percusión cubana aparece en Chile más bien a comienzos de los años cuarenta a partir de las actuaciones de la orquesta-espectáculo Africans Swingers del saxofonista y compositor cubano Joe O’Quendo, formada por dos trompetas, dos saxos, guitarra eléctrica, contrabajo, crooner, y una sección rítmica de ocho timbaletas tocadas por un percusionista apodado El negro Guacara. Desde 1943 tocaba en la orquesta de O’Quendo el saxofonista chileno Carmelo Bustos, uno de los fundadores de la legendaria orquesta chilena de música tropical Huambaly (1954).


                      Foto. Isidro Benítez. El Mercurio, 24/ 9/1941: 23.

La orquesta de Isidro Benítez, quien había acompañado a Josephine Baker en su gira a Buenos Aires, era también ofrecida para amenizar fiestas sociales, recepciones, comidas, despedidas de soltera, coktails, tea-parties, matrimonios y kermesses. Por un lado, la orquesta de Benítez le otorgaba prestigio a la fiesta privada al estar asociada a los centros de reunión cosmopolitas y elegantes de Santiago, por otro, proyectaba en dichos lugares el mundo privado de la elite social, legitimando así el escurridizo espacio público de diversión.

M ú s i c a  c u b a n a  d e  e x p o r t a c i ó n.

El género que marcó la entrada triunfal del mundo negro latino al baile social fue la rumba de salón. Sin querer penetrar en el complejo fenómeno de la rumba cubana, basta decir que surge como una fiesta callejera con canto, percusión y danza producto del cruce de influencias culturales africanas e hispanas. Algunos de sus elementos característicos fueron adoptados por el teatro vernáculo cubano y por las orquestas de baile de la década de 1920, permitiendo su llegada al cabaret y al espectáculo de exportación, como señala Argeliers León, estudioso
del género en su expresión tradicional (7).

Esta rumba le sirvió al público norteamericano, latinoamericano y europeo para nombrar distinta música cubana basada en la clave del son, y proporcionaría la base coreográfica para la llegada de nuevos bailes afrocubanos. En el salón, la rumba era un baile de pareja enlazada que mantenía cierta distancia para poder balancear las caderas con libertad. Es descrita por el profesor argentino de baile Francisco Comas como un foxtrot lento de compás parecido al maxixe, de carácter tierno y sentimental pero de baile muy vivo con movimiento del cuerpo en ondas y desplazamientos para todos lados (8).

Como sucedía con París hasta la Primera Guerra, desde donde se popularizaban géneros de origen local y rural que eran llevados al ámbito cosmopolita del baile de salón, Nueva York será desde la década de 1920 el centro desde donde se popularicen internacionalmente parte importante de los nuevos bailes del siglo XX.

El impacto de la rumba en Nueva York se produjo a comienzos de 1930, con las primeras actuaciones en Broadway de la Orquesta del Casino de La Habana, dirigida por Don –Modesto- Aspiazú, constituyéndose en la representación musical latinoamericana por excelencia para el país del norte y su zona de influencias.
Como señala John Storm Roberts, con la orquesta de Aspiazú el público norteamericano escuchó por primera vez música cubana de baile, con su base rítmica completa y bien tocada. Casi simultáneamente, el maestro de baile norteamericano Lawrence Hostetler en su Art of social dancing publicado en Nueva York en 1930, dedicaba quince páginas a enseñar a bailar la rumba de salón, un par de ellas con la descripción de las maracas, las claves, la marímbula y al bongó, traducido como small double-headed drum, reflejando un generalizado interés en Estados Unidos por la música y los instrumentos rítmicos cubanos (9).

Junto con su debut en Nueva York, Aspiazú grabó “El manisero” de Moisés Simons para el sello Victor, que fue el primer gran éxito cubano en Estados Unidos. Al éxito de “El manisero” le siguieron los de “Mama Inés”, y “Siboney”, de Ernesto Lecuona. El propio Simons, entusiasmado por la rápida acogida internacional de la rumba, llegó a afirmar en una entrevista publicada en Santiago de Chile en 1933, que la rumba había destronado al pujante foxtrot (10).

 A fines de la década de 1930, había más y mejores orquestas de rumba en Manhatttan que en La Habana, señala un articulista de la revista chilena Hoy, y los bailarines cubanos de rumba “han partido de sus tierras nativas para las tierras norteamericanas, menos cálidas y más lucrativas, en donde todo el mundo baila rumba” (11). Después de Aspiazú, triunfarán en Estados Unidos Xavier Cugat y Rita Montaner, una verdadera rumbera cubana del estrellato popular.

El impacto de la rumba en Estados Unidos en manos de Don Aspiazú y en Europa con las giras y grabaciones que los Lecuona Cuban Boys realizaban desde 1934, repercutió inmediatamente en América del Sur, receptora todavía de influencias europeas y ahora estadounidenses. Casi no hay cantante argentino de los años treinta que no cante alguna rumba, señala Pujol, hasta Carlos Gardel lo hizo poco antes de morir (12). Tango, ranchera y milonga, contra rumba, fox y conga es el título de una revista musical estrenada en Buenos Aires en 1939, que transluce la natural resistencia nacional frente a la invasión afroamericana de la década de 1930, pero también revela la complacencia y aceptación de los propios músicos y del público.

Esta rumba “teatralera y recortada”, como la llamara Fernando Ortiz en 1937, llegó a Chile por dos de los medios más antiguos de la industria de la música: la partitura y las propias presentaciones de los músicos. En 1933 las editoriales Casa Wagner y Casa Amarilla comenzaron a editar en Santiago arreglos chilenos de rumbas cubanas, algunas de ellas de Eliseo Grenet, y la revista Para Todos incluía entre sus páginas versiones de rumba de corridos y boleros de moda (13). Al mismo tiempo, llegaban a Santiago de Chile el septeto cubano Orquesta Siboney, y la compañía de variedades Petit Revue de Sam Brown, con su orquesta, cantantes, bailarinas, y “una venus de ébano, intérprete genuina de la auténtica rumba cubana”, como anuncia la prensa santiaguina. Por ese entonces, un septeto incluía trompeta, guitarra, tres, contrabajo, bongó, maracas, y claves, destacándose el Septeto Nacional fundado por Ignacio Piñeiro en La Habana seis años antes. El cuadro estaba completo, entonces, para comenzar con la práctica de música cubana en Chile (14).



Foto. Sam Brown y las “cancionistas de chocolate” de la compañía cubana Petit Revue en Chile. El Mercurio, 4/11/1933: 21.

El interés por la rumba en el país llevó a la revista chilena Ercilla a publicar en 1937 un artículo de Fernando Ortiz, el mismo año en que el eminente africanista cubano fundaba en La Habana una sociedad y una revista dedicada al estudio de la cultura afrocubana. Sin embargo, el artículo se refiere a la rumba “íntegra y libre”, no a la “teatralera y recortada”, es decir, a la rumba como fenómeno tradicional y comunitario, que era la que a Ortiz le interesaba. Curiosamente, Ercilla parece no distinguir entre ambos tipos de rumba, y se mantiene fiel a la costumbre de utilizar el término rumba para referirse a toda música negra cubana (15).

A mediados de la década de 1930 el Cono Sur de América empieza a producir sus propias rumbas, con aportes de compositores rioplatenses y chilenos. En la Biblioteca Nacional de Chile se conservan 19 partituras de rumba, donde se destacan las figuras de Luis Aguirre Pinto, con “Una noche de luna y una bella canción” (1934), Armando Carrera con “Natividad” (1934), y Eduardo Silva con “La chinganera” (1937). Por ese entonces, Aguirre Pinto había recorrido América Latina como violinista, saxofonista, director y compositor, experimentando música afroamericana en su lugar de origen. Se trata del músico chileno que logra la experiencia directa con esta música y la lleva a Chile, algo que seguirá ocurriendo a lo largo del siglo XX en un permanente intento por introducir y apropiarse de raíces negras.
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A comienzos de la década de 1940 la rumba continuará su presencia en Chile a través de las compañías cubanas de revistas que actuaban el los teatros Caupolicán, Balmaceda y Baquedano, siempre con orquestas cubanas, rumberas y rumberos. De todas las rumberas conocidas en Chile, será Maria Antonieta Pons quien ostentará el cetro de la “Reina de la rumba”. Presentada como “la más sensacionalmente sensual rumbista del mundo”, impactaba en películas mexicanas como Noche de ronda (1943) y Siboney (1944), su creación máxima, donde la publicidad ofrecía conocer el origen de la rumba, “tal cual la bailan los aborígenes por el año 1870”, en una curiosa preocupación etnomusicológica del cine de la época.

A partir de la popularización de la rumba, el chileno aceptará con más normalidad la presencia de la alteridad negra en sus lugares de diversión. De este modo, la céntrica y concurrida boite Tap Room de la Capital, anunciaba a comienzos de 1943 a la vedette negra Carmen Brown como “la reina de la danza africana”, “la venus de bronce”, “la bailarina de los pies desnudos y de cuerpo perfecto”,  alabando su capacidad para interpretar música negra norteamericana, brasileña y cubana, y señalando que “sus bailes afro-cubanos y sus danzas exóticas son francamente estupendas por su ritmo y fuerte sensación de belleza” (16). La música y el baile negro han dejado de ser “grotescos, primitivos y epilépticos”, pues los chilenos ya llevan una década bailándolos.

Desde su popularización en el continente americano a mediados de la década de 1930, la rumba encontrará un sitial junto al tango, formando la pareja de bailes latinoamericanos de dispersión internacional más característica de la época. El peso y la tristeza del tango eran complementado por la liviandad y la alegría de la rumba, llegando incluso a ser mezclados hacia 1935 por el músico argentino Pedro Mafia en el “tangón”, género híbrido que no logró mayor trascendencia.

Los profesores de baile eran los que posibilitaban el ingreso de un nuevo género bailable a la esfera pública, sistematizándolo y adaptándolo a las costumbres y modas imperantes. La rumba se mantuvo vigente en los tratados de baile de salón hasta fines de la década de 1950, a pesar que nuevos géneros cubanos ya la habían desplazado en las salas de baile y el disco. Lo que sucede, como afirma el profesor norteamericano Arthur Murray en su tratado de 1959, es que los estadounidenses se referían a toda música cubana como rumba, y de este modo  Murray incluye como variaciones del compás de rumba al danzón, al son, al bolero, a la guaracha, y al mambo. Es decir, para efectos del baile de salón, el bailarín debía dominar unos pocos pasos llamados de rumba y con ellos adaptarse a cualquier género cubano tocado en la pista de baile. Cuando escuche las maracas, afirma Murray, “podrá bailar con la seguridad que le confiere el conocimiento” (17).

El segundo baile afrocubano de impacto en Chile fue la conga. Surgido de comparsas de carnaval, la conga alterna coplas con un estribillo de ritmo sincopado, con acentos en el alzar al último tiempo de su compás de cuatro cuartos. El baile es sencillo y se puede reducir a una marcha alegre al ritmo de los tambores, dando tres pasos saltados y haciendo una pausa en el cuarto tiempo del compás, cuando se produce el acento. Al penetrar en el repertorio del salón cubano, donde se reproducían las filas de bailarines que recorrían las calles durante el carnaval, la conga inició el camino a su internacionalización. El siguiente paso fue su incorporación a las “orquestas-espectáculo” de los años treinta, que sumaban instrumentos rítmicos, atuendos y coreografías afrocubanas a su base de banda de jazz y que necesitaban renovar y darle variedad a su repertorio (18).

En 1934, en pleno auge de la rumba, Eliseo Grenet inició la popularización de la conga de salón, contribuyendo a su llegada a los clubes y escenarios de París y de Nueva York. En 1935, los Lecuona Cuban Boys comenzaron a incluirla en sus grabaciones para los sellos Pathé y Columbia; en algunas de ellas, como “La conga blicoti”, actuaba como vocalista la propia Josephine Baker. En Estados Unidos fue el comediante cubano Desi Arnaz quien terminó de masificar la conga y el tambor cónico de un parche asociado a ella -tumbadora o conga-. Apoyado por Xavier Cugat, Arnaz desarrolló una exitosa carrera como músico y comediante en Miami y Nueva York, llegando a Brodway con la obra Too many girls (1939) llevada al cine junto a Lucille Ball al año siguiente de su estreno. 

Durante la década de 1950, Desi Arnaz impactó en la teleaudiencia norteamericana con el show de televisión I love Lucy en compañía de Lucille Ball, ahora su esposa. Las películas de Desi Arnaz eran exhibidas en Chile en 1948, destacándose Father takes a wife con Gloria Swanson, aunque ya desde comienzos de los años cuarenta se podían ver películas estadounidenses y mexicanas de conga en el país (19).

Las primeras referencias a la práctica de la conga en Chile las encontramos durante el verano de 1941 en Viña del Mar, con el director uruguayo radicado en el país Buddy Day –Antonio F. Peña- y su orquesta. Al mismo tiempo, la boite Tap Room celebraba el primer aniversario de su reinauguración con una “noche de la conga” a cargo de la orquesta de Isidro Benítez. La conga se instalaba en Chile sobre la base proporcionada por una década de rumba y los mismos músicos rumberos ahora aparecían vinculados al nuevo baile de moda. Las clases de bailes de salón de comienzos de la década de 1940 incluían la conga junto a la rumba, al samba, y al swing. Era tal la penetración de la conga en el país a mediados de la década de 1940, que se bailaba hasta en fiestas costumbristas, como una celebrada en febrero de 1946 en la zona central, con carreras a la chilena, fiestas camperas con conjuntos de arpa y guitarra, y competencias de cueca, vals, tango y conga (20).

Como baile de moda, la conga se incorporó con rapidez a la temática de los espectáculos de revista desde 1941, donde se destacaba la orquesta afrocubana de Don Galán. La rumbera de los años treinta ha sido reemplazada por la vedette que baila conga, aumentándose los niveles de sensualidad asociados al baile afrocubano, algo que hará eclosión con el mambo a fines de la década de 1940. 


Foto. Conga y vedetismo a comienzos de los años cuarenta. Ecran, Nº 549, 1941.

Casa Amarilla comenzó a editar congas en Chile en 1941, con “Aquí llega la conga” de Raúl Marengo y la “Clave de oro”. Luego publicó “Baila mi negra” (1942) de Fernando Lecaros, incluida en la película nacional Un hombre de la calle de Eugenio de Liguoro, y “La conga de la calle San Diego” (1943) de Luis Aránguiz, grabada dos años más tarde por el sello Victor, donde se evoca una larga fila de conga alejándose por calle San Diego de la capital al ritmo de claves y bongoes.

La conga, al basarse en comparsas de carnaval, era un baile que estimulaba la interacción grupal, algo que no ocurría en la danza social desde el tiempo de las cuadrillas y del cotillón. De este modo, son innumerables las historias de las grandes filas de bailarines que se formaban en las boites de los años cuarenta, y que marcaban la culminación apoteósica de la fiesta, donde todos se mezclaban con todos, y hacían suya la calle, en un involuntario recuerdo del carnaval cubano que rozaba con su encanto la febril noche chilena.

El gran impacto para la práctica de música afrocubana en Chile lo constituirá el debut en 1942 en el Teatro Caupolicán y en el Tap Room de Los Lecuona Cuban Boys, que habían interrumpido su exitosa carrera en Europa debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Si bien los Lecuona hacían música de raíz negra, la prensa de la época se encargaba de destacar que la orquesta estaba compuesta por catorce músicos cubanos “blancos, jóvenes y distinguidísimos”. Eran dirigidos por Armando Oréfiche desde que Ernesto Lecuona abandonara la orquesta poco después de su fundación en 1931. 

Llegaron a Chile como parte de una gira por América del Sur que se prolongó hasta 1945 y retribuyeron su éxito en el país con la grabación para el sello Victor del bolero “Linda Chilena” (1943) que dice: Linda chilena princesita del Sur/ cómo está mi hechicera flor/ chilena del Sur.



Los Lecuona Cuban Boys es uno de los grupos extranjeros más recordado por quienes vivieron su juventud en Santiago de Chile en la década de 1940. RCA Victor ofrecía en Chile un abundante repertorio de rumbas, congas y boleros de los Lecuona en su catálogo de 1948. Así mismo, Casa Amarilla ofrecía partituras de congas, rumbas y sambas de Armando Oréfiche a mediados de la década de 1940. Oréfiche regresó a Santiago en 1951 para debutar en la boite Waldorf al mando de su nueva orquesta: Havana Cuban Boys, que se mantenía dentro del estilo rumbero de los Lecuona, diferenciándose así de la moda imperante del mambo.

Al mismo tiempo, comenzaban a ser conocidas en el país las primeras orquestas argentinas de música afroamericana: Efraín Orozco y su orquesta, Eugenio Nóbile y su Orquesta Panamericana, y los Hawaiian Serenaders. El hecho de tratarse de orquestas sudamericanas que hacían música cubana y de otros países latinoamericanos, constituía una temprana manifestación de americanismo musical. Este hecho era fomentado desde Estados Unidos con su concepto de panamericanismo, propiciado tanto en tiempos de la Segunda Guerra, como en
tiempos de Guerra Fría para mantener alineado a lo que consideraba su “patio trasero”. De este modo, el repertorio grabado por Los Hawaiian Serenaders para el sello Victor era ofrecido en Chile a lo largo de la década de 1940 como el “ritmo de las Américas”, pues incluía sambas y marchiñas, rumbas y guarachas, foxtrots y boogie woogies, en una mezcla perfecta de afroamericanismo para el chileno de mediados de siglo.



Hawaiian Serenaders. Ecran, 1/1943: 4.

Los músicos chilenos apreciaban la calidad musical de sus colegas argentinos, pero los encontraban poco flexibles para interpretar música negra y faltos de temperamento para el género, lo que se aprecia claramente en las grabaciones que hicieron en Chile. Las orquestas argentinas de jazz que tocaban música tropical nunca estuvieron a la altura de lo que se hacía en Chile o en Perú, señala con orgullo Humberto Lozán, el gran cantante chileno de música tropical (21)

El tercer baile afrocubano de impacto en Chile fue la guaracha. Luego de pasar del teatro bufo cubano del siglo XIX al salón de baile, la guaracha simplificó sus pasos, pero mantuvo ese carácter picaresco, burlón y satírico que la caracteriza. Sus combinaciones rítmicas binarias y ternarias con predominancia de la guitarra, facilitó su incorporación en Chile al repertorio de agrupaciones de música de raíz  folklórica –donde reina la guitarra y el compás de seis octavos-, llegando con el paso del tiempo a formar parte del repertorio oral y folklórico cultivado en el país, y a ser aceptada como tal por los exigentes folkloristas chilenos.

A comienzos de la década de 1940 la guaracha ya había alcanzado popularidad  en América Latina, logrando una aceptación creciente entre sectores sociales altos, medios y bajos. Por ese entonces, Antonio Fernández “Ñico Saquito” alcanzaba notoriedad en Cuba como compositor e intérprete de guarachas, dirigiendo hasta 1955 el cuarteto Los Guaracheros de Oriente. Así mismo, La Sonora Matancera incorporaba la guaracha a la formación orquestal del son, robusteciendo así su sonido y permitiendo que Celia Cruz, su vocalista desde 1949, se transformara en “La guarachera de Cuba” (22).

Desde 1945 la guaracha aparece en forma creciente en las ofertas de discos Victor en Chile, logrando un sitial junto a la tonada y la cueca en las tradicionales ofertas discográficas de Fiestas Patrias. Se ofrecían guarachas grabadas por Donato Román Heitmann, Los Quincheros, Carlos Llanos, Mario Arancibia, Humberto Lozán, y las orquestas de Luis Aránguiz, Federico Ojeda y Vicente Bianchi. Por su parte, el sello Odeon ofrecía guarachas interpretadas por conjuntos de música de raíz campesina como el de Víctor Acosta; de grupos chilenos de música mexicana, como Los Queretanos; y de orquestas características –con guitarras y acordeón-, como la de Segundo Zamora. De este modo, la guaracha en Chile adquiría una variedad de ropajes instrumentales, acercándose tanto al jazz como a la música folklórica chilena.

Los Quincheros (1936), uno de los cuartetos con guitarra preponderantes en la música popular chilena de raíz campesina en la década de 1940, incluyeron la guaracha a su repertorio de tonadas y cuecas. Su notoriedad dentro de la música popular chilena de la época influyó bastante en la popularización de la guaracha en el país. En 1946 grabaron para el sello Victor las guarachas cubanas “La negra Soledá” de Luis Alvarez y “La negra Tomasa”, de Guillermo Rodríguez, que se bailaba bastante en las fiestas de la primavera. La versión de los Quincheros de “La negra Tomasa”, grabada con la orquesta de Federico Ojeda, posee gran  impulso rítmico; sus guitarras rasgueadas se suman a una base rítmica formada por contrabajo, batería, timbaleta y maracas tocadas con bastante precisión y soltura. Los interludios de carácter improvisatorio están a cargo de una trompeta con sordina, presente por la influencia del jazz, que irrumpe acompañada de auténticos gritos de animación de los propios Quincheros. En el primer interludio, la trompeta se estabiliza en un movimiento descendente en base al modo frigio, que actúa como función de Dominante de la canción popular rusa “Ojos negros”, cuya primera estrofa irrumpe en el medio de la guaracha cubana en una extraña y profética cita. Esta estrofa es cantada formando un bloque sonoro masculino propio del estilo ruso –afín al cuarteto de huasos- que es contrastado por una correcta polifonía de ostinatos a cuatro voces, como demostrando el origen europeo de la canción, y estableciendo un fuerte contraste con el ritmo corporal de la guaracha (23).

El auge de la guaracha en Chile en una época de famas instantáneas y de nutrido estrellato artístico, llevó a la aparición de la primera “Reina de la guaracha” en el país. Se trata de la cantante y compositora portorriqueña Myrta Silva, “señora indiscutida del ardiente ritmo de los trópicos”, que se presentaba en los programas de Raúl Matas en Radio Minería, acompañada por la orquesta de la radio dirigida por Vicente Bianchi. La “Reina de la guaracha” llegó también al que fuera el selecto Club de Señoras de Santiago, que si bien ya en la década de 1910 manifestaba cierto liberalismo cultural, nadie pensó que terminaría convertido en un rotativo de cine y de variedades en actividad hasta los años cincuenta. Myrta Silva popularizaba sus guarachas “Camina como chencha” y “Vendo mi periquito”, ofrecidas también por RCA Victor, que manifiestan la clara vena picaresca y humorística del género. Antes de despedirse de Chile a mediados de 1948, la “Reina de la guaracha” grabó varios boleros y guarachas de moda junto a la orquesta cubana de Charlie Rodríguez, en lo que el boletín de RCA Victor llamó “El trópico en Santiago”.

El cantante cubano Wilfredo Fernández, si bien se especializó en el bolero y la canción romántica, popularizó en Chile “La vaca lechera”, guaracha que ha permanecido en la memoria del país y sirviera de tema para que el compositor chileno Juan Lemann escribiera un ciclo de variaciones para piano en diferentes estilos como parte de sus “Ironías musicales” de 1952. Por ese entonces, la guaracha se cantaba en las elegantes boites de Santiago de Chile, se enseñaba en la prestigiosa academia de baile del profesor Juan Valero, y figuraba entre las competencias de baile celebradas en el Teatro Caupolicán. Si bien disminuye la oferta de guarachas durante la década de 1950, continúa su presencia en el cine con María Antonieta Pons, y en programas de revistas y variedades con Rita Montalbán, la nueva Reina de la guaracha. Paralelamente ha iniciado su camino hacia la folklorización, apareciendo una década más tarde en el repertorio cultivado en forma oral en el campo chileno.

O r q u e s t a s  t r o p i c a l e s  c h i l e n a s.

A mediados de los años cuarenta, al cabo de una década de práctica en Chile de música cubana y brasileña, las orquestas de jazz bailable incorporan con regularidad “música tropical” a su repertorio. Estas orquestas, que habían aparecido en el país a mediados de la década de 1920, empiezan a incluir a algún crooner o cantante de acento caribeño y a ampliar poco a poco su base de percusión. Se destacan las orquestas de Federico Ojeda, de Carlos Llanos, y de Lorenzo D’Acosta, que es, según Humberto Lozán, cuando la música tropical se pone “los pantalones largos” en Chile.

La llegada al país de Xavier Cugat y su orquesta en 1949 -precedido de una  abundante oferta discográfica y cinematográfica-, y de Dámaso Pérez Prado y su orquesta en 1953, marcó el impulso definitivo para la eclosión en el país de orquestas de música tropical. Es así como en un par de años a partir de la llegada a Chile de Pérez Prado, surgen cinco orquestas especializadas en esta música.

Estas fueron Los Peniques (1953), dirigida por Silvio Ceballos; Los Caribes (1954), dirigida por Joaquín Pancerón; Huambaly (1954), dirigida por Lucho Kohan; Cubanacán (1954), dirigida por Jorge Ocaranza; y Ritmo y Juventud, dirigida por Fernando Morello; a la que hay que agregar Sonora Palacios, (1959) que se dedicará a la cumbia. Estas orquestas mantenían la formación habitual que conservaban las orquestas chilenas de jazz desde fines de la década de 1930: dos trompetas, trombón, tres saxos, piano, contrabajo, y batería. Sin embargo, prescindían de la guitarra, más asociada al jazz, y completaban su formación rítmica con timbaletas, tumbadoras y bongós.

Las orquestas tropicales chilenas, similares a las sonoras cubanas, surgen del genuino interés de sus integrantes por tocar música de jazz y afrocubana, que al mismo tiempo tenían gran demanda en el circuito local de diversión. La mística inicial que sentían sus músicos al practicar un repertorio orquestal que sabían a la vanguardia de la música de baile, se fue perdiendo con la predominancia de los intereses de la industria. Su núcleo central era familiar, con algunos hermanos involucrados, y madres, tías o abuelas actuando como madrinas de la orquesta – alimentándolos durante los ensayos y cosiéndoles la ropa-. Se ensayaba con la intención de superarse –recuerdan músicos de la época- no por la presión de una presentación futura. El director, junto con escribir y montar los arreglos, se encargaba de definir la línea artística del grupo, buscar los trabajos, y redactar y firmar los contratos, puesto que no tenían productor.

La orquesta tropical chilena que alcanzó mayor renombre dentro y fuera de Chile fue la Orquesta Huambaly. Estaba formada por Roberto Acuña y Pedro Suarez en trompetas; Lucho Kohan, Carmelo Bustos y Enrique Aldana en saxos; Fernando Morello en piano, Raúl Angel en contrabajo, y Lucho Córdoba en batería. Su cantante era Humberto Lozán. Con una amplia experiencia en las orquestas de jazz bailable de los años cuarenta, sus músicos tenían una alta competencia jazzística, buena capacidad de lectura y buen sentido rítmico. Según Enrique Aldana, podían tocar de memoria cuarenta piezas de su repertorio, lo que les daba bastante movilidad en el escenario, rasgo que era fundamental para los juegos coreográficos habituales de las orquestas-espectáculo de música tropical. Si bien interpretaban principalmente repertorio de autores estadounidenses y cubanos, también poseían repertorio propio, en especial de Fernando Morello, Roberto Acuña y de otros integrantes que tendría la orquesta. Su sonido distintivo se caracterizaba por su jazzismo, la voz “acubanada” de Humberto Lozán, y el alto
nivel técnico de los músicos, donde todos podían ser solistas.

Cada uno de sus integrantes compartía derechos y deberes, dando entrevistas y conferencias de prensa en forma colectiva, repartiéndose las ganancias en partes iguales, y adoptando distintos papeles en su interior. Estos eran: director musical, compositor y arreglista, representante, jefe de ensayo, y encargados de propaganda, disciplina, vestuario y equipo. Obtenían un sueldo alto, a diferencia de otras orquestas de la época donde el que más ganaba era el director, lo que le daba estabilidad y compromiso al grupo, elementos fundamentales para el desarrollo musical que lograron. Fueron artistas exclusivos del sello Odeon, realizando un centenar de grabaciones hasta 1962.

La Huambaly fue la orquesta estable de la boite Nuria de Santiago de Chile entre 1955 y 1962, pero también actuaba en auditorios radiales y ciudades del norte de Chile –donde la música tropical tendrá especial acogida- contratada por hoteles, boites, colegios, asociaciones gremiales, y clubes sociales. En su gira de 1956 a Perú, actuaron con mucho éxito en la boite Embassy de Lima, y compartieron escenario con las orquestas tropicales peruanas de Richard Barys y de Freddy Rodán. Su experiencia en Lima, donde la cultura negra estaba más viva, le permitió a la Huambaly incrementar su base rítmica afroamericana, invitando a integrarse al grupo a un percusionista mulato peruano en tumbadoras.

El triunfo de la Revolución interrumpió la utilización de música cubana por parte de la industria musical internacional y su consiguiente circulación por el mundo, como lo venía haciendo desde fines de los años veinte. Esto ocurrió en pleno auge del cha-cha-chá, que había simplificado los requerimientos musicales y coreográficas introducidos a partir del mambo. El público chileno quedó deseoso de la llegada de un nuevo baile tropical para acompañar la agitada década de 1960 y esa coyuntura fue utilizada para la llegada de la cumbia colombiana desde Argentina, que reinará por más de cuarenta años en el país, folklorizándose al igual que la guaracha.

Pero no todo estaba perdido para la música cubana en Chile, pues en la construcción de los lazos políticos que unieron a ambos pueblos a comienzos de los años setenta, músicos como Víctor Jara y el grupo Quilapayún recurrirán al son, a la guaracha y a la guajira, ahora no sólo para hacer bailar, sino que para profundizar el vínculo cultural e ideológico entre dos pueblos distantes en el mapa, pero cercanos en el camino que estaban recorriendo.

Las migraciones musicales producidas al interior de América Latina pueden ser consideradas como uno de los factores más influyentes en el proceso de transculturación americanista de los habitantes de este continente. Es así como sorteando fronteras naturales, económicas y políticas, la música popular ha logrado integrar al pueblo latinoamericano en torno a experiencias concretas, que apelan al cuerpo, las emociones y las ideas; que congregan comunidades en torno a la celebración y al romance; y que son portadoras de puntos de vista, sensibilidades, y modos de comportamiento compartidos por una comunidad dispersa geográficamente, pero unida por un pasado y un destino común.

(1) Este artículo surge del proyecto FONDECYT “Historia social de la música popular chilena, 1890-1950” desarollado en la Universidad Católica de Chile por Juan Pablo González y Claudio Rolle.
(2) Pujol, 1992: 31.
(3) Más sobre Josephine Baker en Rose, 1991: 169.
(4) En Hostetler, 1930: 142 (nuestra traducción)
(5) Ver Zig-Zag, 4/ 1/1930.
(6) Ver Marina Rodríguez en Casares, 1999, 2:367.
(7) Ver León, 1984: 164.
(8) Ver Comas, 1932: 257-261.
(9) Ver Storm Roberts, 1982: 101; y Hostetler, 1930: 141-156.
(10) Ver Mundo Social, 1/1933.
(11) Hoy, 28/ 3/1940.
(12) Ver Pujol, 1999: 165.
(13) Con el afán de explicarle a los usuarios los nuevos términos que introducía “Mi son caliente” de Grenet, la editorial incluyó en la partitura definiciones de son, botijas, maracas y tres, que son
nombrados en el estribillo.
(14) Ver El Mercurio, 4/ 9/1933; y El Mercurio, 11/ 9/1936.
(15) Ver Ercilla, 8/10/1937
(16) Ver El Mercurio, 2/ 2/1943; y 20/ 3/1943.
(17) Ver Murray 1959: 117-118.
(18) Ver Casares, 1999, 3: 871-872; y Arteaga, 1999: 18-19.
(19) Ver Casares, 1999, 1: 698.
(20) Ver El Mercurio, 24/ 2/1946.
(21) Entrevista a Humberto Lozán (1925), en Santiago de Chile, 12/2001.
(22) Ver Orovio, 1992: 228; y Casares, 1999, 5: 935.
(23) Los Quincheros también grabaron guarachas de compositores chilenos como “El patito” (1948)  de Ariel Arancibia, “El velerito” (1950) de Jaime Atria, “Garabito garabato” de Nicanor Molinare, “Mi cuncunita” de Chito Faró, y “El volantín” de Lautaro Andino. Con las nuevas modas de la década de 1950 algunas de estas guarachas se grabarán con ritmos de baión y botecito.


B i b l i o g r a f í a.

Arteaga, José. 1994. Música del Caribe. Bogotá: Voluntad.
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Reseña de Juan Pablo González.

Director del Magíster en Musicología Latinoamericana y de la revista Contrapulso de la Facultad de Filosofía y Humanidades la Universidad Alberto Hurtado de Santiago, y Profesor Titular del Instituto de Historia de la P. Universidad Católica de Chile. Obtuvo su Doctorado en Musicología por la Universidad de California, Los Ángeles en 1991. Ha sido pionero en el estudio musicológico de la música popular del siglo XX en Chile y sus esferas de influencia. Dirige la Compañía Del Salón al Cabaret, con la que realiza conciertos teatrales como parte y resultado de su labor de investigación. Ha contribuido a la formación musicológica en la región creando programas de pregrado y posgrado en tres universidades chilenas e impartiendo seminarios de posgrado en Argentina, Colombia, Brasil, México y España. Es coordinador de la Asociación Regional para América Latina y El Caribe de la Sociedad Internacional de Musicología ARLAC/SIM y es miembro del Consejo de Fomento de la Música Nacional.


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