Ciudad de Santiago. Parte 4.

Invitamos , esta vez, a Vicente Pérez Rosales para que nos dé una mirada a Santiago, claro que desde su época, así nos haremos una visión de esta ciudad que nos cobija.

Vamos con don Vicente Pérez Rosales...

Recuerdos del pasado. (1814-1860).

De cómo el Santiago del año de 1814 al del 22 no alcanza a ser ni la sombra del Santiago de 1860.

¿Qué era Santiago en 1814? ¿Qué era entonces esta ciudad de tan aventajada estatura hoy para su corta edad, y que a las pretensiones más o menos fundadas de gran
pueblo reúne aún las pequeneces propias de la aldea?

Santiago de 1814, para sus felices hijos un encanto, era para el recién llegado extranjero, salvo el cielo encantado de Chile y el imponente aspecto de los Andes, una apartada y triste población, cuyos bajos y mazacotudos edificios, bien que alineados sobre rectas calles, carecían hasta de sabor arquitectónico.



Contribuía a disminuir el precio de esta joya del titulado Reino de Chile, hasta su inmundo engaste, porque si bien se alzaba sobre la fértil planicie del Mapocho, limitaba su extensión, al norte el basural del Mapocho; al sur el basural de la Cañada; al oriente el basural del recuesto del Santa Lucía, y el de San Miguel y San Pablo al occidente.

Si la orla de Santiago era basura, ¿qué nombre podría cuadrar a los campos que arrancaban de ella, vista la índole apática y satisfecha de sus ceremoniosos hijos?

Sólo el valle oriental del pueblo, merced a las aguas del Manzanares chileno y a las de los cristalinos arroyos que surgen de los primeros escalones de los Andes, era un verdadero jardín, comparado con los yermos campos que se extendían al norte, al oriente y al sur de nuestra capital. El llano de Maipo, verdadera hornaza donde el sol estival caldeaba sin contrapeso el sediento pedrero, sólo ostentaba, en vez de árboles, descoloridos romeros, y en vez de pastos, el fugaz pelo de ratón. Allí, según el poético decir de nuestros huasos, ni el canto de las diucas se escuchaba.

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¡Quién, al contemplar la satisfecha sorna de nuestro modo material de hilar la vida, hubiera podido adivinar entonces que, andando el tiempo, esos inútiles eriazos visitados por vez primera el año 20 por el turbio Maipo, época en que este río unió parte de su fecundo caudal con las escasas y siempre disputadas aguas del Mapocho, habían de ser los mismos por donde ahora brama y corre la locomotora a través de las frescas arboledas que circundan mil valiosas heredades rústicas, en cada una de las cuales la industria, el arte y las comodidades de la vida, parece que hubiesen encontrado su natural asiento!

¡Quién hubiera imaginado que aquellos inmundos ranchos que acrecían la ciudad tras del basural de la Antigua Cañada, se habían de convertir en parques, en suntuosas y regias residencias, y lo que es más, que el mismo basural se había de tornar en Alameda de Delicias, paseo que, sin ruborizarse, puede envidiarnos para sí la más pintada ciudad de la culta Europa! Milagros todos, hijos legítimos de nuestro inmortal 12 de febrero de 1818, época en la que, rota definitivamente la valla que se alzaba entre nosotros y el resto del mundo civilizado, nos resolvimos a campear por nuestra propia y voluntaria cuenta.

Pero no anticipemos.

Santiago, que veinticuatro años después de la época a que me refiero sólo contaba con 46.000 habitantes, visto desde la altura del Santa Lucía, parecía, por sus muchos arbolados, una aldea compuesta de casasquintas alineadas a uno y otro lado de calles cuyas estrechas veredas invadían con frecuencia, ya estribos salientes de templos y de conventos, ya pilastrones de casas más o menos pretenciosas de vecinos acaudalados; cosa que no debe causar maravilla, porque la Iglesia y la Riqueza nunca olvidan sus tendencias invasoras.

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Nuestra capital sólo contaba con una recova y con una sola plaza mayor, en la cual se encontraban, junto con las mejores tiendas de comercio, la catedral, un convento de monjas, la residencia de las autoridades, el cabildo, y la inexorable cárcel pública, que, a usanza de todos los pueblos de origen español, ostentaba su adusta reja de fierro y las puercas manos de los reos que, asidos a ella, daban audiencia a sus cuotidianos visitantes.

Era cosa común ver todas las mañanas tendidos, al lado de afuera de la arquería de este triste edificio, uno o dos cadáveres ensangrentados, allí expuestos por la policía para que fuesen reconocidos por sus respectivos deudos. Desde la puerta de la cárcel, y formando calle con la que ahora llamamos del Estado, se veía alineada una fila de burdos casuchos de madera y de descuidados toldos, que con el nombre de baratillos, hacían entonces las veces de las graciosas y limpias tiendecillas que adornan ahora las bases de las columnas del portal Fernández Concha.

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Tras de aquellos repugnantes tendejones se ostentaba un mundo de canastos llenos de muy poco fragantes zapatos ababuchados, que esperaban allí la venida de los sábados para proveer de calzado a los hijos de las primeras familias de la metrópoli, porque parecía de ordenanza que a esos jovencitos sólo debía durar una semana un par de zapatos de a cuatro reales el par.

En vez del actual portal Fernández Concha, existía una baja y oscura arquería donde estaban colocadas las tiendas de más lujo, verdaderos depósitos de abastos en los cuales encontraba el comprador, colocados en la forma más democrática, ricos géneros de la China, brocados, lamas de oro, gafetas, zarazas, lozas y cristales, cuentas para rosarios, chaquiras, juguetes para niños, cuadros de santos, cohetecitos de la China, azúcar, chocolate, yerba, quincalla, y cuanto Dios crió, alumbrado de noche con velones de puro sebo colocados en candeleros de no menos puro cobre, con su obligado séquito de platillos de despabiladeras y de chorreras de sebo.

En medio de aquella plaza, que así servía para las procesiones y para las corridas de toros como para el lucimiento de las milicias, se veía un enorme pilón de bronce rodeado siempre de aguadores, que después de llenar con mates (calabazos) los barriles de sus cabalgaduras, proveían de agua potable a la población; y a uno y a otro lado, con frecuencia una o dos horcas para los ajusticiados, sin que su tétrica presencia desterrase ni por un instante de aquella aristocrática plaza la fatídica y permanente estaca que llamaban rollo.

Valdivia ni soñó siquiera con la probable altura que, con el tiempo, debían alcanzar las casas de la capital cuando su recto trazado ejecutaba, puesto que sus calles, de regular anchura para casas de un solo piso, ya son angostas para casas de dos, y bastaría un piso más para que quedasen condenadas a perpetua sombra.

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Gozaban las casas de patios, de corrales y de jardines; todas ostentaban, por entrada, enormes portones, en cuyas robustas manos lucían filas de abultados pernos de cobre para aumentar su solidez; y a ninguna de aquellas que pertenecían a magnates hacía falta, a guisa de
adorno coronando el portón, un empingorotado mojinete triangular, en cuyo centro se veían esculpidas las armas que acreditaban la nobleza de sus respectivos dueños.

Todavía el lujo extranjero ni pensaba invadirnos; así es que los salones de nuestros ricos "homes" sólo ostentaban lujo chileno: en vez de empapelado, blanqueo; en vez de alfombras de tripe cortado, estera de la India o alfombra hechiza que ocupaba sólo el centro del salón y dejaba francos los lados de la pared para los asientos, cuya colocación concordaba con las rígidas apariencias morales propias de aquel entonces; porque los destinados a las señoras se colocaban siempre en el costado opuesto a aquel donde sólo debía sentarse el sexo masculino.


Dedúcese de esta poco estratégica colocación para las amorosas batallas, la mutua angustia de los enamorados, aunque es fama que ellos se desquitaban después, ya por entre las rejas de las ventanas que daban a la calle, ya por sobre las bardas de las paredes de los corrales. Por lo demás, mesas de madera con embutidos de lo mismo, junto con sus blandones de maciza plata, ostentaban imágenes religiosas, pastillas adornadas del Perú, pavos de filigrana de plata, y mates, manserinas, zahumadores y pebeteros del mismo metal. El adorno de las paredes se reducía a uno o dos espejos con marcos de recortes de espejitos artísticamente acomodados, uno que otro cuadro del santo de la devoción de la familia, y tal cual espantable retratón de algún titulado antecesor hecho por el estilo del buen Josephus Gil.

El alumbrado de todo el retablo se hacía con velones de sebo, y en los inviernos se templaba el aire del salón con brasas de carbón de espino colocadas en un poderoso brasero de plata maciza con su guapa tarima en medio del aposento.

Las familias menos acomodadas ostentaban en sus salas de recibo el mismo lujo que las ricas; pero en menor escala, porque, salvo la presencia del piano forte, muy escasa entonces, o la del clave, instrumentos que el pobre suplía con la guitarra arrimada a la pared, y la de la alfombra entera, que el pobre suplía también con una tira de jergón colocada sobre una tarima bajo la cual se sentía el retozo de algunos cuisitos, ver una sala de recibo bastaba para poder dar a las demás por vistas.

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No sucedía lo mismo con el lujo exterior, cuyo símbolo principal era la calesa, pues semejante carruaje sólo por nobles era usado. Este espantable vehículo, con ruedas por detrás, con una fila de clavos jemales enhiestos en la tabla que les servía de unión, para evitar que los niños de la calle aumentasen con su peso el abrumador del
armatoste, con sopandas de cuero, con llantas a pedacitos sujetas en las camas con monstruosos estoperoles, era para la gente acomodada, arca de Noé tirada por una sola muía, sobre la cual, para mayor abundamiento, se arrellanaba el auriga, zambo gordo, con su correspondiente poncho y sombrero guarapón. Las calles que atravesaba dando coscorrones este digestivo vehículo, en vez de convexas, eran cóncavas, y por su centro, orillado de pedrones, corrían regueros del Mapocho.
No carecía de chiste lo que llamaban alumbrado público.

Consistía éste en un farol que la policía obligaba a costear a cada uno de los vecinos del buen Santiago, para que, colgado en el umbral de la puerta de la calle, alumbrase con una velita de sebo, algo siquiera de las solitarias calles, en las primeras horas de la noche.

 Mas, como la policía no fijaba ni la clase de farol, ni el tamaño de la vela, faroles de papel y agonizantes y corridos cabitos de sebo lanzaban desde muchas puertas una mezquina y opaca luz sobre las no muy limpias veredas que tenían al frente, y digo no muy limpias, porque, si medio siglo después aquellas garitas de aseo que bautizó el pueblo con el nombre de chaurrinas no fueron aceptadas, dejo al lector deducir lo que sería el tal aseo medio siglo antes.

Así es que, para evitar indecentes encuentros, las damas que salían a visitar de noche iban siempre precedidas de un sirviente que, armado de un garrote y provisto de un farol, se detenía a cada momento, ya para alumbrar el pasaje de las acequias que corrían a cara descubierta por el medio de las calles derechas, ya para hacer lo mismo en el de las subterráneas de las atravesadas, cuyos desbordes, que llamaban tacos, inundaban con asquerosas avenidas trechos extensos de la vía pública.

Pero no se crea que porque hablamos de garrotes y de farolitos pretendemos sentar que la capital del Reino de Chile carecía entonces de policía nocturna de seguridad; porque esa policía existía y con el curioso nombre de Serenía, así como sus soldados, con el de serenos; si bien hasta ahora nadie ha podido adivinar si este nombre proviene del sereno que cogía el guardián en las noches claras, o bien de la serenidad con que aguantaba los aguaceros en las noches turbias.

 El sereno, a su privativa obligación, reunía la de asustar al diablo y la de ser el reloj y el barómetro ambulantes del pueblo. Oíanse a cada rato, en las silenciosas horas de la noche, los desapacibles berridos de estos guardianes, quienes tras un destemplado y estrepitoso

 ¡Ave María Purísima! gritaban la hora que sonaba el histórico reloj del templo de la Compañía, y en seguida el estado atmosférico.

Fotografías: 1) Portada del libro "Recuerdos del pasado" (1814-1860) de Vicente Pérez Rosales. Editorial Andrés Bello. 2) Alameda de Las Delicias, año 1906. 3) Mercado Central, año 1930. 4) Plaza de Armas y Portal Fernández Concha. 5) Hotel del Comercio, año 1900. 6) Frederic de Gelloes camino a Viña Santa Cruz, Lolol. Foto de web: http://identidadyfuturo.cl/


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